El derecho penal no quita el hambre. Tampoco suple la educación de un pueblo. No crea oportunidades, no redistribuye riquezas ni reduce el desempleo. Parecerían axiomas, pero son esos -y no otros- los efectos que pretenden derivar las voces que se han alzado en los últimos días clamando con vehemencia una reforma al vapor del sistema punitivo dominicano con un claro objetivo: recrudecimiento de las penas y el establecimiento de la prisión preventiva como la única medida aplicable en "casos graves".

La situación imperante ha sido su mejor aliada. No es un secreto que el vertiginoso crecimiento de la delincuencia mantiene en vilo a la sociedad dominicana. El clima de inseguridad ciudadana es palpable. La violencia ha fecundado en el tejido social en todas sus variantes. Conforme a datos arrojados en 2010 por el Barómetro de las Américas, la percepción de inseguridad ronda los 46.5 puntos. Ocupamos el segundo puesto en la región en cuanto a percepción de la delincuencia como una amenaza para la estabilidad del país, con 90 puntos. RD registra el quinto puesto en la pregunta de si el barrio está afectado por las pandillas, con un promedio de 45.9 puntos.

Ante ese sombrío panorama, la dialéctica populista de los legisladores y políticos de turno no se ha hecho esperar. Mientras el país se encuentra sumergido y expectante en el proceso de elección de las "Altas Cortes", en el Poder Legislativo se teje una apresurada modificación -a medias- de las leyes penales más importantes.

Con una superficiabilidad inaceptable la sociedad ha visto a sus representantes por distintos medios articular un discurso mesiánico, tan demagógico como inconsistente. Se nos pretende vender la idea de que existe un "consenso" sobre la inminente necesidad  de aumentar las penas previstas en el Código Penal y la Ley 136-03 ("Código del Menor") y cerrar "la brecha que abre Código Procesal Penal" para que "los jueces no continúen liberando a los delincuentes".

Un abordaje tan atolondrado y simplista de la cuestión ha llevado a muchos de nuestros legisladores, políticos, juristas y comunicadores a pronunciamientos ciertamente desafortunados. Se han dicho tantas cosas que, en el caso específico del CPP, sus detractores lo han convertido en una especie de norma mitológica. Todo lo daña. Corrompe los jueces, fiscales y defensores. Es el responsable de la criminalidad. Se ha robado el sosiego de la sociedad dominicana. Poco ha faltado para achacarle el  aumento de las tarifas de los colegios y la factura eléctrica.

Así, se pretende convalidar la absolutización de un "nuevo mal": la inseguridad ciudadana. La histeria colectiva pretende ser calmada "de forma inmediata y tajante" con los típicos y poco efectivos discursos de emergencia.

En efecto, la solución propuesta (aumento de las penas y priorización de la prisión preventiva) en términos reales es la menos efectiva, lo que en la actualidad está fuera de discusión en el ámbito criminológico. Está demostrado que "la reciedumbre de la pena de prisión no contribuye en nada a disminuir los índices de la comisión de ilícitos penales graves".  Empero, desafortunadamente esta alternativa se muestra como la de mayor conmoción colectiva en períodos preelectorales.

Estamos pues -y es penoso admitirlo- en la antesala de lo que la doctrina especializada denomina un naciente "derecho penal del enemigo".  Aquel conceptualizado por Gunther Jakobs hacia 1985 y mediante el cual se justifica un trato desigual  entre "ciudadanos" y "no ciudadanos". En términos llanos, se plantea que el derecho penal se quedó corto y que es necesario entronizar el autoritarismo y relativizar los derechos fundamentales.

Ya advertía el eminente penalista Francesco Carrara que, "la idea de la defensa social tiene como resultado inevitable el terrorismo penal".

Interrogantes muy simples, sin embargo, nos enrostran las deficiencias de esta pretendida panacea: ¿Acaso el homicida deja de matar porque en vez de 20 años la pena preestablecida sea de 40? ¿El clima de inseguridad desaparecerá una vez el Código Penal sea blindado con penas más severas? ¿Dejarán de existir los violadores con la implementación de la castración química?

Que no se olvide que el efecto disuasivo de las penas (desalentar a que otros cometan el mismo delito), no se materializa por la severidad de las sanciones, sino en la medida en que la ciudadanía perciba que los culpables cumplen las condenas.

El endurecimiento de las penas se traduce en "un espejismo de bienestar y de solución ficticia a la criminalidad, y peor aún, pone en riesgo el Estado de Derecho sacrificando libertades conquistadas so pretexto de lograr la seguridad que reclama la sociedad" (Cruz Díaz, Raquel. ¿Que nos garantiza que endurecer las penas disminuye la criminalidad? Material electrónico.)

La libertad, conquista ineluctable de nuestra sociedad, es la regla y la prisión la excepción, no porque lo establezca el CPP, sino porque ahí radica la esencia de este derecho. Fijar la prisión preventiva como única medida posible, aún en "casos graves", la desnaturaliza y la convierte en una pena anticipada.

Se requiere un abordaje amplio y multidimensional de la cuestión. Las políticas criminales de un Estado no pueden ser definidas con miopía. El foco debe ser puesto en las reales causas del problema: mayor inversión en educación y promoción de empleos; una real profilaxis de los cuerpos policiales y dignificar sus salarios; auspiciar el fortalecimiento del sistema de carrera judicial y velar por el fiel cumplimiento de las funciones encargadas a cada uno de los actores vinculados a la justicia penal. Y es que, en definitiva, comulgamos con la idea de que "más vale un centímetro de juez que kilómetros de Códigos".