Desde las últimas entregas, el populismo, así como su clasificación, se construye como un fenómeno, discurso o estilo de hacer política, que no responde a ningún movimiento, partido o ideología. El populismo no es inherentemente de derechas, como tampoco de izquierdas, lo cual podemos comprobar no solo desde la visión histórica, sino también desde el pensamiento de la tercera vía y de los fallos del liberalismo.

El populismo contemporáneo dista de sus orígenes agrarios durante la Rusia del 1860 y de las pretensiones de granjeros en Estados Unidos del S. XIX. La derecha liberal de Thatcher (Reino Unido) y Reagan (Estados Unidos) cambiaron el discurso popular de los excluidos frente a la clase dominante por un nuevo discurso hegemónico para captar la imaginación del pueblo real con menos gobierno y sindicatos. Podría decirse en la actualidad que, por los reclamos, es un populismo de izquierdas, pero no solo queda allí. Esta visión refleja episodios populares en Estados Unidos donde discursos racistas o antisemitas dominaron el clamor popular frente a la élite.

Para el populismo, la lucha política por el poder es establecer un nuevo estado de cosas mediante la exclusión de adversarios o del enemigo. Esto no es extraño de la política de izquierda o de derecha y sus discursos, solo que el populismo lleva esa distinción más lejos. Cuando se trata de identificar quién es parte del pueblo y quién no, el populismo no distingue entre derecha e izquierda para la confrontación contra la hegemonía del momento, sino entre quién es o no el pueblo en el momento populista. Los ejemplos de Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon en Francia constituyen un perfecto ejemplo de esto.

Parte de la evidencia que no solo explica el populismo, sino que también explica por qué transciende la derecha – izquierda, es la llamada tercera vía, y en el lado oscuro del liberalismo. La llegada de la tercera vía, acuñada por Anthony Giddens y Tony Blair (Reino Unido), supondría el quiebre de la barrera entre izquierda y derecha. El consenso es la clave para la acción política gubernamental y responder a las demandas del momento. Si el populismo, como la dicotomía izquierda – derecha, genera conflictos que distingue entre enemigos o adversarios, la tercera vía ignora esto.

La tercera vía despolitiza aspectos de la vida que son esencialmente políticos. Este consenso y despolitización chocaba la actual confrontación ideológica, pero su dominio era incuestionable por su “neutralidad” y “consenso”. No es casual que tengamos la inclinación por  “no politizar esto y aquello”.Lo que la tercera vía ignoró es que no existe acto más político que la despolitización; lo que ellos lo que buscaban era defender su hegemonía.

Ante la “neutralidad” liberal e “inocencia” de la tercera vía, Blair (Reino Unido) denunció el pasado, la élite enfrascada en el combate ideológico y que solo bajo su cargo podría llevarse a cabo, en un discurso con matices populistas. Pero la tercera vía no es inocente, originó una política de descontentos y desacuerdos ante un neoliberalismo “neutral”, promotores de la globalización del comercio injusto o con el intervencionismo militar. Además, la política inglesa del final del siglo XX no solo alimentó la divisióny la desconexión pueblo-gobierno antagónico, sino también en el propio siglo XXI cuando David Cameron, en las elecciones contra David Miliband ,dijo que existía una opción entre él y el caos del partido laborista.

No digo que el consenso debe ser sacrificado, sino que la disputa por la democracia y la hegemonía no muere por el solo hecho que decidamos consensuar ya que no se negocia sino desde una posición de poder o de lucha por éste. Lo que debemos excluir es lo que Giddens (en su momento) y Tony Blair defendieron: que la disputa no existe por la derrota de la izquierda y derecha, lo cual no fue ni es cierto.

A su vez, la tercera vía se alimentó del lado oscuro del liberalismo y de la economía neoliberal capitalista. Una implementación oscura y poco adecuada del liberalismo – víctima de su propio éxito (Deneen, 2018; Hollinger, 1992) – que tomó las ideas de igualdad, justicia y democracia para generar desigualdad, elitismo, meritocracia y tecnocracia. Un estado altamente regulador, pero que a la vez distanció mucho a las gentes de las decisiones políticamente relevantes (Deneen, 2018), perdiendo éstas el poder al punto de agudizar el resentimiento, la impotencia y la ansiedad. Tampoco el conservadurismo es inocente, al mantener el estatus quo favoreciendo una visión social estática o de cambios lentos y el libre mercado, trayendo el olvido de aquellas personas que esperan el cambio para ser incluidos en "nosotros, el pueblo" por encima de “nosotros, los técnicos” o “los decentes”, en particular en lo económico.

Esto trae otro problema como Robert Hollinger identificó (1992), y es que el declive del liberalismo por sus contradicciones internas no necesariamente ayudó a la democracia, sino que preparó el camino a otros elementos políticos que terminarían por reducir el sueño liberal a la nada. Ante el “éxito” del liberalismo, el mismo se convirtió en antipolítica al – entre otras cosas – “mantener” la democracia, pero no “recuperarla”. Ciertamente, las promesas del liberalismo se impusieron, pero tuvo un coste que no pudo prever desde sus contradicciones y distancias ante intromisiones económicas y no económicas de la vida, asociación con poderes salvajes en la toma de decisiones, así como la creación de una aristocracia nueva y ansiedad cultural en la izquierda y derecha.

En efecto, el liberalismo antipolítico preparó el terreno para generar momentos populistas que no solo los demócratas y los republicanos aprovechan, también los anti-demócratas y anti-republicanos. Ben Margulies describe lo más aterrador de esto que ha sido cómo la ultra-derecha ha aprendido de este lado oscuro para profundizar las contradicciones del liberalismo y usarlas a su favor (2018), quedando la democracia como mero instrumento a través del estallido populista por los fallos del sistema liberal, sin quedar la ultra-izquierda exenta de culpa.

Por ello, el populismo no le pertenece a nadie; le pertenece a quien se apropia del discurso político adversarial o antagónico para capitalizar las demandas de la idea del pueblo que se quiere vender en contra no solo de aquellos que han descuidado tales demandas, sino también de quienes las han obstaculizado. La tesis de que el populismo es esencialmente antidemocrático es inoperante, porque no explica el discurso populista en partidos de derechas o izquierdas democráticas. El populismo se desplaza en todos los espectros. No obstante, tanto la derecha como la izquierda que asume un discurso populista crean una tensión con el liberalismo democrático que no es posible ignorar. Por esto Chantal Mouffe tiene razón: antes de radicalizar la democracia, hay que recuperarla, y es este vacío que la ultra (en ambos espectros) ha sabido aprovechar en perjuicio de las democracias republicanas.

Por lo tanto, más que perder el tiempo identificando y atacando el populismo genérico, por qué no invertir el tiempo analizando el discurso populista y crear un mensaje donde los excluidos cuenten; un mensaje donde el liberalismo pueda cumplir sus promesas “en captar la imaginación” (Lilla, 2018) de las sociedades pluri-identitarias. El populismo en sí no es el problema, sino qué se hace con el momento populista. Pero, si tanto nos importa el populismo y queremos buscar a los responsables por el estallido populista, tan solo debemos mirarnos al espejo.