¿Cómo una persona creyente en un Dios que todo lo controla, puede creer, al mismo tiempo, que aquí en la vida terrenal podemos cambiar algunas cosas? En lo que Jesús regresa a redimir la humanidad ¿de qué forma pueden sus creyentes movilizarse por un mundo más justo? Un pobre que malvive en la miseria ¿cómo puede tomar conciencia sobre las causas estructurales (terrenales) de su situación y a partir de ello al menos soñar con que una vida mejor es posible? Las respuestas a estas preguntas deben constituir un llamado dirigido especialmente a las mayorías creyentes para “hacer lío” como dijo el Papa Francisco. Para que removamos los cimientos de las viejas estructuras como hizo Lutero. Para que caminemos con los marginados como Jesús. Por una vida digna para todos: aquí en la tierra y ahora.
Negar la religión fue, a mi entender, el mayor error del marxismo (ideología que fracasó en su intento de emancipar al ser humano). Toda ideología que se proyecte al futuro a partir de la negación de lo religioso está abocada al fracaso. Desde que existe el ser humano han existido las creencias religiosas. La religión es lo que, de la manera más sencilla, puede brindarnos a nosotros, simples mortales en medio de un mundo que no podemos controlar, una orientación y, sobretodo, una explicación acerca de lo inconmensurable y la muerte inevitable.
Se ha hablado de muchos dioses a la lo largo de la historia humana conocida. Unos relatos sobre esas divinidades se han extendido y preponderado más en el tiempo que otros. Fundamentalmente a causa de procesos históricos concretos que se explican en conquistas, hegemonías culturales y eventos extraordinarios. El Dios de Israel, el que condujo a Abraham de Ur a Tierra Prometida, el de la Alianza, padre del niñito nacido en el pesebre de Belén, es del que nos hablan el viejo y el nuevo testamento, esto es, la biblia. El Dios de ese texto fue el que los conquistadores europeos nos trajeron a las Américas. Así llegó hasta esta parte del mundo el relato del pueblo de Moisés. Hoy día, tras más de cinco siglos de historia estrechamente ligada al cristianismo, la religión cristiana es ampliamente mayoritaria en nuestros pueblos. No se puede entender América Latina obviando lo cristiano. El cristianismo, como casi todas las religiones, se puede interpretar, en sus diferentes vertientes, de muchas maneras. Lo esencial, sin embargo, en la lógica cristiana, es aceptar que Dios es creador, guía y a quien iremos tras la muerte. En eso están de acuerdo desde el pastor protestante más ultraconservador hasta el padre católico jesuita más progresista.
No quiero decirle cómo creer a ningún cristiano. A lo que pretendo llegar es invitarlos a una reflexión sobre algunas de las razones de ser de su religión. Destaco las que considero más importantes: amor al prójimo, vivir una vida justa, desear el bien a los demás y proteger a los otros seres de la creación. Esto, de acuerdo al relato cristiano, hay que aplicarlo en vida para ser bien recibidos cuando estemos ante el Señor. En ese contexto, preguntémonos, ¿es posible cumplir con esos dictados aceptando vivir en un mundo donde gente pasa hambre, donde todavía unos son rechazados por el color de su piel, donde madres ven morir sus hijos porque no tienen para comer ni para sanarlos en la enfermedad? Yo creo que absolutamente NO. Y si esas injusticias siempre han existido, ¿no fue precisamente para combatirlas que vino al mundo y por lo que murió Jesús? Entonces, ¿no querrá esto decir que se debe emular el ejemplo de Jesús?, ¿y que mientras las injusticias existan se deben combatir ya que si no se eliminan por completo al menos en el camino hacemos un mundo mejor? Casi toda creencia religiosa entraña enseñanzas y esperanza. Jesús enseñó, con el ejemplo de su vida, a estar del lado de los que no tienen voz frente a una sociedad injusta. Y con ello sembró la esperanza de que otro mundo, desde el amor y la compasión, es posible.
Necesariamente, construir un mundo así implica lo colectivo, es decir, lo político. Lo político en su sentido amplio de organizar la sociedad en pos del bien común (y no lo político en su sentido pequeño de lógicas estrictamente partidistas y luchas de unos contra otros). Para un grupo humano convivir civilizadamente necesita organizarse políticamente: determinar cómo producir y distribuir los alimentos, quiénes dirigirán y cómo se elegirán, qué será lo público y qué lo del individuo. Es decir, crear una sociedad basada en unos acuerdos. Esa es la política de verdad: algo noble y natural al ser humano. Por consiguiente, si decidimos emular a un Jesús ya que, como hemos visto, cumplir con sus enseñanzas requiere que no nos quedemos pasivos ante las injusticias del mundo, debemos politizar a Dios. Politizar, en ese contexto, significa convertir en principios rectores de lo colectivo parte de lo que, en nuestro caso, el cristianismo enseña. Separar la parte individual de nuestras creencias religiosas (como la fe que puede ser algo más del ámbito personal) de lo que debe ser de todos, como, por ejemplo, la justicia y la posibilidad de una vida digna. Politizar a Dios es, en suma, combatir las injusticias, cambiar lo que está mal, amar al prójimo en particular a los que menos tienen, reclamar nuestros derechos en tanto personas. Si Jesús predicó con su ejemplo (caminando con los desposeídos de su tiempo y perdonando; y también sacando los mercaderes del Templo) nosotros hacer lo mismo ahora.
Un pobre creyendo en un Dios trágico, según el cual su sufrimiento en la tierra es un castigo o algo “normal porque así es el mundo”, es una tragedia. Un rico que mientras tiene la vida resuelta solo se preocupa por lo suyo, es otra tragedia. Alguien que solo es justo consigo mismo y se abstrae de los problemas del mundo, no es verdaderamente justo. Las creencias religiosas, seamos creyentes o no, en tanto son importantes para tantas almas humanas, como la cristiana mayoritaria en nuestros pueblos, que implica unas enseñanzas y un ejemplo, hay que politizarlas. Que los creyentes partan de ellas en dirección a construir un mundo mejor. Y así, en un marco de propósitos comunes, amor y politización, creyentes y no creyentes, podemos caminar juntos de la mano.
Hay que politizar a Dios. Por un mundo más justo y vivible, aquí y ahora, para todos.