Entre dominicanos nos resulta común asumir que nosotros sólo discutimos y vivimos en política, pelota y religión eternamente. Para la inmensa mayoría resulta normal observar pasivamente cómo cada aspecto de la vida del ciudadano ha sido coptado por el poder político, cómo junto a la religión se ha convertido en el opio del pueblo y cómo sus tentáculos se amplían contra todo pronóstico tras cada gestión gubernamental. Esa fijación obsesiva, pero impotente, es algo difícil de explicar si no es a través del fanatismo; la politización de la sociedad se plantea como el fenómeno del siglo XXI y es una alarma tocada tanto por moralistas oficiales como por ciudadanos de buena voluntad. Esa tendencia enfermiza y esa creencia ampliamente instaurada de que todo es político, que somos animales políticos y solo con un tinte partidista o ideológico y por vías políticas deben ser resueltos los problemas, desvirtuando dicho problema y su posible solución por fines políticos, aumentando el nivel de complejidad sin ofrecer solución, se ha convertido en la parte esencial del poder político, ya que les resulta redituable electoralmente a la vez que exime de responsabilidad al ciudadano que entiende que ese problema de allá no tiene nada que ver con él, por tanto que lo resuelva el Estado.
El aspecto fundamental y propulsor de este fenómeno es el crecimiento desproporcionado del Estado. Si surge un problema se tiene que crear una comisión, un ministerio, un programa, gastar más en propaganda para que, como dijo el presidente, se sepa que el gobierno hizo tal o cual cosa, es decir, que ampliar los medios de comunicación a su servicio es otro de sus tantos tentáculos y claramente no puede faltar, la nómina pública; según el estudio Autopista Fiscal presentado por Oxfam de 590,655 personas en el segundo trimestre de 2017 pasamos a 629,770 en ese mismo periodo del año siguiente, con un aumento promedio de crecimiento de 5.2% mientras que el resto de sectores privados sólo crece 1.8% anualmente, así como la duplicidad de funciones asignadas a estos y que solo operan en sus rótulos y decretos, es la fuerza propulsora detrás del Credo del Estado. En nuestra República Bananera el credo ha mutado, pasando del animal político de Aristóteles a las bestias políticas tradicionalmente conocidas, cuyo mayor grado de realización moral lo alcanzan en el ejercicio político que consiste en extralimitarse de sus funciones y de manera desproporcionada al ostentar el poder, pervertir todos los mecanismos institucionales para que sirvan a sus propósitos económicos y políticos.
Llegar al poder a “rectificar” estos despropósitos de monopolios políticos y económicos se convierte en la “misión” a cumplir por la generación sucedánea, producto del adoctrinamiento en este sentido por parte de intelectuales y políticos veteranos que se sienten comprometidos con la predica ferviente de la religión de El Estado, único Dios omnipotente capaz de “resolverlo todo,” con toda la ironía que el contexto exige. “Dejar todo en manos del Estado, apelar a él en todas las circunstancias, subordinar los problemas del individuo a los del grupo, creer que los asuntos políticos están al alcance de todos y que todos están capacitados para tratarlos; son los factores que caracterizan la politización del hombre moderno,” aunque en la realidad sea un mito, un cuento de camino en el que el individuo se diluye en el anonimato y cede su responsabilidad y poder social para justificar su inactividad, su apatía e incapacidad para aportar soluciones sin contar con el Dios que ampliamente todos han aceptado y al cual sirven apasionada y religiosamente desde un partido político.
En esta oportunidad me detendré a reflexionar sobre el problema que funge como potenciador de la fuerza propulsora primaria, es el aumento de la participación del individuo en la política como consecuencia doctrinaria de la democracia y que es un fenómeno relativamente nuevo desde el siglo XVIII, antes de dicho siglo la participación del ciudadano en lo político era escasa por no decir inexistente, debido al hecho de que no existía un modelo democrático y por tanto no se reconocía al individuo el carácter de ciudadano que posee gracias a la democracia. Pero con ello fue necesario inculcar que requerimos de un Estado rector que funcione como cerebro y lo organice todo como si fuese una mente maestra, tipo el Estado Ideal de Platón. “La expansión de la intervención del Estado en todos los asuntos corre parejo con nuestra convicción de que las cosas deben ser así. Cualquier intento por parte de cualquier empresa, universidad o institución de permanecer independientes del Estado nos parece anacrónico.”
Jacques Ellul explicaba esta interiorización del Estado al punto de compararla con una religión que se ha instaurado en nuestros corazones, es comparable y llevada a cada figura de autoridad, hasta acercarla e igualarla con el Estado desde la psicología social; nuestros padres, un líder, un intelectual, un técnico, tienen como fin el paradigma del Estado, como si fueran microcosmos de autoridad orientadas hacia la autoridad central. Que nos conduce a la pregunta de rigor: “¿existe algo que no sea político?” Igual a un creyente al hablar de la omnipotencia de Dios. El hombre absorbido por las garras del poder político ve en su verdugo, su Dios, su único Salvador, tal como sucede en el mito religioso, un Dios amoroso pero a la misma vez fuego consumidor y todo el que así no lo considere, un hereje anarquista en potencia.
Una esclavitud más determinante y decisiva que la alienación económica es la que propone el Credo Estatal, porque además de tener que enfrentar las condiciones propias de la pobreza, el individuo se encuentra absorbido por el político y la estructura de poder que lo subyuga por mecanismos judiciales, institucionales y económicos en los que el burócrata interviene y pervierte permanentemente a voluntad, centralizando inevitablemente la organización total de la sociedad en sus manos, igual al fervor religioso a través del cual organizamos, pensamos y moralizamos cada aspecto de la vida individual, porque creemos que este encarna la epítome del bienestar y el bien común.
Tal como Georg Simmel planteaba al referirse al ansia profunda de un fin último que producía una especie de seguridad creer en la “salvación del alma” que proponía el Cristianismo, prestándole la finalidad absoluta que las personas ansiaban producto de lo complejo que se habían tornado los sistemas sociales y políticos. Esa misma fe o pérdida de fe con el advenimiento de la ilustración no se perdió ni se fue con el Cristianismo como paradigma, sino que se ahondó aún más porque ya la religión la había afianzado. Vale destacar que dicha finalidad el Cristianismo no la resolvía, más bien solo representaba un aliciente a la misma vez que sembraba su impronta de absolutismo y de autoridad incuestionable como guía para tales fines. Tal como sucede con las campañas electorales y la reelecciones presidenciales, se prometen soluciones que nunca se pueden concretar pero que todos necesitan escuchar.
Como respuesta a la pregunta inicial el autor resaltaba que indudablemente sí se concibe a la sociedad como un “Todo”, constituido por piezas muertas sin alma y carentes de autonomía, que sólo ocupan un lugar activo como pieza de un sistema, y únicamente cobran vida por el ímpetu supremo del poder político, entonces debemos aceptar la respuesta como evidente, y asumir que todo es político y solo el político puede “resolverlo todo”. Algo que lamentablemente es evidente para nosotros, la alienación de la ciudadanía por parte del poder político a través del cual se visibilizan o invisibilizan según sea el caso y descargan su responsabilidad individual. Pero también debemos ser conscientes de que se basa en un prejuicio, como dice Ellul, en un preconcepto, es decir, una representación de la realidad que tomamos como punto de partida para asimilar los verdaderos conceptos y valores.
“La politización de la sociedad finalmente es el resultado del proceso de politización en nosotros mismos”; la mala idea instaurada en nuestro inconsciente de la supuesta “verdad” de que un problema es siempre y en toda circunstancia político y que solo lo puede resolver el poder político. Como consecuencia, politizamos todo y las cuestiones que no son políticas deben entonces politizarse, porque nuestra estructura mental dictamina que todo es, en esencia, político. Una mala idea establecida por intelectuales que promueven que así debe ser y lo justifican, como Talcott Parsons: “Los asuntos políticos son el centro de integración de todos los elementos analíticos del sistema social y no uno de dichos elementos específicos”.
Trasladar en el Estado nuestro poder, fe, responsabilidad, capacidad y valores como el sentido de justicia y libertad, es peligrosamente contradictorio y una ilusión que puede conducir a nuestra propia dispersión y descomposición social, porque las decisiones políticas “justas”, no son cuestiones de objetivos a favor de la generalidad sino una cuestión de momentos y para el provecho de grupos políticos. En política las decisiones “justas” dependen de la coyuntura política, es decir, del momento en el cual se lleve a cabo, y no del concepto de justicia y deber de los que la tienen a su cargo.
El problema de creer que una sociedad más justa e ideal puede lograrse solo a través de política es peligroso y en ello existe una contradicción fundamental. “La política, sólo puede actuar con fuerza material o psicológica por medio de la represión espiritual, ideológica o policial. Una jugada política bien dirigida no puede producir otra cosa que más poder; las instituciones creadas por éste no son otra cosa que fines o instrumentos de ese poder.” Y el otro problema que se adiciona a esto es el hecho de que un ciudadano politizado no desea ver este poder controlado, antes lo prefiere en expansión. Cuanto más politizado esté un individuo, más considerará todos los problemas como si fueran problemas políticos, más apelará a la acción política y más pensará que ése es el único camino a seguir y, con sus acciones procurará cada vez más poder. Y desafortunadamente más se orientará hacia la fuerza y la violencia, y más se concentrará mentalmente en ella.
Para él su problema es: ¿quién ganará las elecciones para controlar el Estado? si es su partido, todo estará bien, si fue otro, como las cosas saldrán mal hay un enemigo contra el cual alimentar el conflicto, pero jamás de los jamases considerará una reducción del poder del Estado o lo cuestionará con el fin de limitarlo; todo lo contrario. Sólo piensa en reemplazar a los funcionarios principales, ya sea a son de: “El cambio va”, “El nuevo camino”, “El vuelve y vuelve”, “E’ pa’ fuera que van”, “Llegó papá”, y el, “Corregir lo que esta mal, continuar lo que está bien y hacer lo que nunca se hizo”, etc. En los últimos treinta años se ha observado un aumento desproporcionado del poder y como este está siendo utilizado para prolongarlo de ser posible indefinidamente, o la creación de un sistema bipartidista para alternarse el poder a modo de turno para simular democracia, abusar del poder conferido por la minoría representada y evitar que los adversarios sigan siendo una amenaza.
La gente que se halla bajo el credo de la política aspira cada vez menos a limitarlo, por el contrario justifica su expansión permanentemente y agrega cada vez más instrumentos de poder y esto a su criterio es lo “sano” en una democracia, reducir al individuo a ser un autómata que bota su poder en el Estado para que su estructura lo absorba y lo diluya en la nadería de su representación, pero que a cambio lo exima de responsabilidades morales que lo llevan a mentirse así mismo pensando: el mal del mundo solo el Estado lo puede erradicar pero si no lo hace somos todos los culpables y por cuanto todos hemos pecado, todos somos pecadores y yo no peco individualmente.
Admitir que tengo parte de la responsabilidad por todo el mal y el bien que se hace en el mundo es una conversación para la cual la conciencia de muchos no se quiere preparar todavía, por lo que una prisión moral cómoda y moderna sirve a sus fines de descanso mientras despierta, si es que despierta.