Luego de milenios de historia donde el Estado integraba a las religiones como mecanismos de legitimación y las estructuras religiosas se cobijaban bajo el poder absoluto de monarcas y dictadores, y así obtenían migajas que caían de la mesa del poder, el ascenso de la burguesía -y no de los comunistas como algunos tontos piensan- rompe esa relación y establece la autonomía del poder político frente a toda confesión religiosa. La Revolución Americana separó los ámbitos de lo político y lo religioso, reconociendo la libertad de cultos por un lado y sacando toda expresión religiosa de la actividad estatal.

En América Latina el despotismo de la corona española literalmente era dueña de la Iglesia, sus obispos y sacerdotes, y le demandaba servirle como mecanismo para inculcar a toda la sociedad la sumisión a la autoridad política trasatlántica. Cuando en el siglo XIX se iniciaron las luchas independentistas los obispos, curas y laicos tomaron partido por uno de los dos bandos. El clero realista alegaba que era obra del demonio el nacionalismo independentista y el clero nacionalista consideraba que Dios favorecía las independencias. Con los primeros dictadores criollos la alianza con el poder pasó a ser sacralizada, basta recordar la amenaza de excomunión del Arzobispo Portes contra todo el que se opusiera a Santana o la sumisión de Pittini a Trujillo.

Los últimos años de la década de los 50 e inicios de los 60 en el seno de la Iglesia latinoamericana, y en el Vaticano, se sintieron aíres de cambios liderados por obispos valientes: Mons. Arias Blanco, el 1ero. de Mayo de 1957, enfrenta la dictadura de Pérez Jiménez: Los seis obispos de Republica Dominicana, el 21 de enero de 1960, enfrentan a Trujillo; Juan XXIII inicia el Concilio Vaticano II que colocó a la Iglesia en el contexto de un mundo abierto y dialogante; En América Latina luego de la Conferencia Episcopal de Medellín se desarrolla intensamente una reforma de la Iglesia mediante las Comunidades de Base y la Teología de la Liberación. Muchos obispos, sacerdotes, religiosos y laicos, tanto católicos, como protestantes, se divorciaron de la alianza con los poderosos y buscaron servirle a los más pobres, tal como enseñó Jesucristo.

Los esfuerzos por democratizar las sociedades latinoamericanas tuvieron muchos obstáculos, por un lado la intervención imperialista de los Estados Unidos que favorecía dictadores fieles a los intereses económicos de las inversiones norteamericanas, los movimientos y partidos comunistas que despreciaban a los demócratas o pretendían usarlos como máscaras, y una parte importante del clero que se sentía más cómodo con los ambientes autoritarios de fachada religiosa. En gran medida eso explica la militancia de curas y laicos contra la candidatura de Juan Bosch, su gobierno y Constitución en 1963, hasta su derrocamiento, para luego callar cuando la sangre de miles de jóvenes se derramaba en las calles y campos de nuestro país hasta 1978. Muchos de esos miembros de la Iglesia posteriormente reconocieron que fueron vilmente utilizados por la agenda del Pentágono y la cúpula trujillista militar.

A la Iglesia en América Latina le ha costado mucho entenderse con la democracia, con sociedades abiertas y plurales, no ocurre así en las sociedades del primer mundo donde la Iglesia convive con otras confesiones y la mayor parte de sus miembros poseen valores como el respeto por la libertad, la autonomía de las personas, y la cultura del diálogo. Como los políticos son más sagaces que los curas, usualmente los manipulan descaradamente. Evoco el caso del diputado Radhamés Ramos García, opuesto públicamente al aborto y casi a punto de ser elevado a la santidad por voceros de la Iglesia, que en su momento ese funcionario del Estado aconsejó no abortar, pero propuso en cambio a las mujeres tirarse de nalgas por una escalera para terminar un embarazo no deseado. Ese mismo señor al final fue condenado por tráfico de ciudadanos chinos cuando era cónsul en Cabo Haitiano.

En democracia la Iglesia debe poner clara su postura sobre el aborto, la eutanasia, la explotación laboral, el cuidado del medio ambiente, la familia, el cuidado de los niños, niñas y adolescentes, la promoción del racismo y la xenofobia, el machismo y la violencia contra la mujer, el flagelo de la corrupción, entre otros temas, e invitar a los votantes y candidatos católicos a prestarle atención a la Doctrina Social de la Iglesia. Hacerlo sin temor a perder privilegios o salarios que le ofrece el Estado, demostrando independencia evangélica. Más riesgo corrieron los obispos en 1960 reclamando los derechos de los ciudadanos dominicanos y hoy son faro de luz para nuestra sociedad, sal en el seno de nuestro pueblo. Los mismos obispos dominicanos actuales evocaron a inicios de este año el 60 aniversario de ese gesto profético, de igual importancia que el sermón de Montesinos a inicios del siglo XVI.

Pretender que un candidato por firmar un papelito, negando sus posturas por décadas, va a ser fiel a lo prometido, que ni bien escrito está su apellido, es hacerle el juego a la politiquería y la gente se da cuenta, no es ciega. Atacar a una candidata con posturas muy firmes en contra de la corrupción de este gobierno alegando que favorece el aborto -cuando es el presidente actual quien propuso las causales- es pretender que son tontos los votantes que están hastiados del robo del patrimonio público. Lo correcto es que la Iglesia apoyara la postura de la futura Senadora en contra de la corrupción e indicara que no comparte sus posiciones sobre el aborto y la familia. Por eso requiere la Iglesia institucional mayor formación en cómo funciona la democracia y no dejarse cooptar con dádivas por el Estado. En el terreno político -ya lo sabía San Agustín- no estamos actuando en el Reino de los Cielos, pero la voluntad de nuestro Creador y Redentor es que asumiéramos con inteligencia la gestión siempre imperfecta de la organización del poder en la vida social.

Estamos como Iglesia en una transición, que es a la vez la transición de la sociedad dominicana, de ser una comunidad campesina, analfabeta y sumisa al poder del Estado, a una sociedad urbana, que cada día está más educada y comunicada, con ciudadanos y ciudadanas que reclaman cada vez más autonomía. Igual que los políticos van perdiendo influencia sobre esta nueva sociedad, a la Iglesia jerárquica le pasa lo mismo, las encuestas de religiones lo van demostrando, cada vez menos dominicanos y dominicanas se identifican como católicos y más se identifican como indiferentes a cualquier religión. Se demanda un aggiornamento de nuestra Iglesia, de todos, obispos, curas, religiosos y laicos. Donde haya menos show y mayor profundidad en la oración y meditación en el Evangelio, menos concentraciones de masas y más comunidades fraternas, mayor tolerancia a la diversidad de la sociedad dominicana y claridad en nuestras posturas como discípulos de Jesucristo, menos clericalismo y más sentido de pueblo de Dios, y por supuesto mayor autonomía frente al Estado y los capitales, centrados en el servicio a los más pobres.

Jesús, nuestro modelo, fue asesinado por políticos, me preocupa que nuestra comodidad con los políticos nos aleje de nuestro principio y fundamento. Mala señal tanta pompa con el poder. No es cuestión de tenerle miedo a la realidad política, pero tampoco ser tontos útiles, y muchos menos mundanizarnos aceptando las reglas de juego de los poderosos. Prestémosle atención al Papa Francisco. El poder, la riqueza y el placer, eran y son, fuente constante de pecado. No nos dejemos seducir. Seguir a Jesús sigue siendo nuestro mandato, incluso en la democracia.