En días pasados el presidente electo de México, Manuel López Obrador, dio a conocer el nombre de la figura que en su próximo gobierno  estará al frente de la Cancillería. Demás señalar  que por su  extensión geográfica, cantidad de habitantes, desarrollo económico y volumen de comercio resultarán de una gran relevancia e influencia  en el plano regional  y continental, las posturas que asuma la nación azteca en política exterior.

La persona elegida es Marcelo Ebrard, ex jefe de gobernación de la ciudad de México, en cuya gestión confrontó denuncias por alegados actos de corrupción en la licitación de la línea 12 del Metro, que lo impulsaron a exiliarse. En Estados Unidos hizo campaña por Hillary Clinton. Volvió a México, luego de que no fueron formalizadas judicialmente las acusaciones en su contra.  Anterior contrincante de López Obrador, terminó por apoyar la candidatura de este.

El futuro Canciller avanzó que en lo adelante, a partir de su gestión, el gobierno de López Obrador dará vida nuevamente a la llamada “doctrina Estrada”, de no intervención en los asuntos de otros países del continente, sin importar su gravedad ni naturaleza, basada en el supuesto principio de la “autodeterminación de los pueblos”.

Teóricamente luce una posición correcta.  Sin embargo, parece bastante difuso y complejo el poder establecer con claridad meridiana el alcance de ese principio aplicado de manera general,  que puede arropar situaciones en las que no haya intervenido en absoluto la voluntad ni la autodeterminación popular.  Antes, al contrario, en muchos casos violentando y desconociendo la misma.

Vivimos en un mundo globalizado, cada vez más inter-dependiente. Revolucionarios sistemas de comunicación que nos permiten “vivir” los acontecimientos que ocurren en los lugares más distantes del planeta, y aún en el fascinante espacio exterior en el mismo momento de producirse.  Con organismos  y tribunales internacionales que establecen normas y disposiciones colectivas de común aceptación,  rigen la conducta de gobiernos y naciones, intervienen en conflictos políticos, territoriales y bélicos, arbitran diferendos comerciales, velan por los derechos humanos y emiten fallos sobre controversias jurídicas.  Los convenios internacionales rigen inclusive con similar y aún superior valor que las propias Constituciones de los países.   De hecho,  somos también más solidarios.  Los gobiernos se reúnen para asumir y comprometerse en esfuerzos comunes,  y con mayor frecuencia acudimos en ayuda y rescate de pueblos afectados por grandes precariedades que ponen en riesgo su sobrevivencia o en condiciones de desastre así como  de economías al borde del colapso.

¿Cómo entonces mostrarnos ajenos e indiferentes cuando un gobierno, aun electo por vía de las urnas, en el tiempo y en su gestión deriva en autoritario y apelando al uso arbitrario de la fuerza persigue,  abusa y maltrata a una parte mayoritaria o importante del pueblo que con legítimo derecho le reprocha y reclama sus arbitrariedades?

¿Cómo ignorar lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo en Venezuela con un gobierno fraudulento, ilegal y carente de toda legitimidad que mantiene a su pueblo oprimido y a despecho del simulacro continuista de unas elecciones viciadas tiene todas las características de un régimen de fuerza?

¿Cómo dar la espalda a lo que está sucediendo en Nicaragua, donde cientos de muertos son el precio que cobra  un gobierno obstinado por mantenerse en el poder a toda costa y a contrapelo de la voluntad popular?  ¿Qué diferencia puede haber entre la sanguinaria represión desatada por Daniel Ortega y la que en su momento caracterizó el régimen somocista que el combatió y del que se ha convertido en fiel imitador?

Citamos estos dos casos al margen de la naturaleza ideológica de sus regímenes, con la misma postura que en su momento asumimos con anterioridad frente a los crímenes de Pinochet en Chile, la dictadura militar en Argentina, Pérez Jiménes en Venezuela,  Somoza en la propia Nicaragua, los Castro en Cuba, Trujillo en nuestro país. De izquierda, centro o derecha, todas las dictaduras y los gobiernos que aparentando ser democráticos se comportan como tales, son negativos y dignos de repudio colectivo.

Pretender aplicar frente a esas realidades la doctrina Estrada de la no intervención y supuesto respeto a una inexistente determinación de los pueblos es una postura cuestionable de evasión,  y en gran medida de hipocresía, impropio de una nación de tan firmes convicciones democráticas como México.

Descartando toda intervención militar  o conspirativa foránea, no podemos ni debemos, sin embargo,  dar la espalda ni permanecer indiferentes y ajenos al sufrimiento de pueblos sometidos a opresión,  cuya libre autodeterminación se encuentre secuestrada mediante el empleo de la fuerza  por gobiernos que violan las leyes y hacen tabla rasa de las libertades públicas y los derechos ciudadanos. Frente a tales abusos asumir una política de avestruz es tanto como convertirnos por omisión en cómplices de sus perpetradores.