El acentuado deterioro de la relación Policía-civiles urge de una reflexión   distanciada de los discursos politiqueros y de la mediatización sensacionalista porque ya tocó fondo y se vislumbra un “ciclón batatero” que a nadie dejará intacto en la sociedad.

La extensa historia de tropelías y actos delincuenciales de integrantes de la institución responsable de garantizar el orden público ha contribuido a forjar la peor imagen en las mentes de los públicos. Y ya quedan pocas personas que expresen desacuerdo con la idea radical de “borrarla del mapa” para toda la vida. Tienen razón.

Pero, en lo que llegan soluciones de fondo, el estado actual manda a la cautela sin dilación, y que no vengan las justificaciones para seguir por el camino riesgoso que caminamos.

El asesinato de un suboficial por parte de un individuo que le arrebató el arma mientras realizaba una requisa; la muerte de un civil a causa de un cartuchazo a la cabeza disparado por un policía municipal que le arrebató la escopeta a un agente; y el espectáculo de una mujer que se abalanzó, insultó y manoteó sin parar a un miembro de la Dirección General de Seguridad de Tránsito y Transporte Terrestre (Digesett) porque le exigía el casco protector, todo ocurrido en menos de una semana, son solo algunas de las señales ominosas de la realidad de hoy.

Acciones como las mencionadas deben parar ya.

Inaceptable el irrespeto a la autoridad. Inaceptable de cualquier manera el enfrentar un mal con actitudes peores,  promotoras del caos social. Un ciudadano no tiene derecho a agredir a un policía. Y menos si está en falta.

En RD, el incumplimiento de las leyes debería ser la excepción; sin embargo, es lo común. Muy común. Aquí sobreactúan con los derechos; mas, nada de deberes.

En el tránsito, los motociclistas parece que tienen sus cerebros tostados. Siempre van contrario a las normas.

Su sello de identidad: rebases temerarios, vía contraria, sin cascos protectores o, como mucho, con unos de juguete, y, para colmo, colgados en los brazos (poco importan sus cráneos); uso de las aceras, irrespeto a los semáforos y a las luces direccionales de los vehículos, excesos de velocidad 

Los guagüeros del transporte urbano e interurbano y los chóferes de carros públicos, peor. Otra versión de suicidas. Saben que son parte de la selva, y en sus anafes sin luces, andan armados, dispuestos a despachar para el cementerio a quien sea. Hasta al policía que intervenga.

Y, ¿qué decir de los conductores de jeepetas, carros, camionetas, patanas, autobuses, furgoneros? Una verdadera desgracia. Enemigos de la humanidad. Su educación ciudadana es cero. Contémplelos nomás cuando salgan del túnel de Las Américas hacia el puente Bosch y el elevado de la 27 de Febrero. Mírelos en las avenidas y carreteras. Los interminables tapones son producto del excesivo parque vehicular, pero más por las animaladas de ellos. Desconocen los derechos de los otros. Los resultados en términos de mortalidad por colisiones de tránsito no podían ser más contundentes: primer lugar en el continente (tasa de 21 por cien mil)

Pronto se instalará el caos generalizado si los opinantes mediáticos siguen con su discurso que descalifica a la Policía para enfrentar esta horda de irresponsables, arrogantes y leones hambrientos.   

A través de los medios de comunicación se ha estandarizado un concepto erróneo sobre la conducta de todos los policías: delincuentes. En el imaginario colectivo ya han instalado, como consecuencia, la idea de que todos ellos son ladrones, mafiosos y matones. La reacción natural de la población  condicionada, ante cualquier agente, aunque sea enviado del señor, es cada vez más de sospecha, si no de desobediencia o violencia.

Mientras no tengamos una Policía nueva, conforme las demandas actuales, ¿a quién reclamamos auxilio, orden? ¿A quién llamamos cuando estemos en apuros si a diario les gritamos por los medios que “no sirven ni para remedio”? ¿Qué tal si todos –buenos y malos–  tiran la toalla y permiten el “dejar hacer, dejar pasar”?

La convivencia social pende de un hilo en este momento.

Lo más conveniente es que, desde los medios de comunicación, comencemos, aun sea tarde, a desmachar el arroz; a reconstruir la esperanza de la gente, presentándole historias sobre la parte sana de la Policía, tradicionalmente ocultada  bajo el manto venenoso del amarillismo de las noticias tintadas de sangre y mañas.

Se puede. Así ganaremos todos.