Pogromo es una palabra rusa que evoca penosos recuerdos. En su sentido original, daba cuenta de las manifestaciones de odio, espontáneas o condicionadas, acompañadas de linchamientos y pillaje, de las poblaciones rusas en contra de las comunidades judías que vivían en sus territorios. Estas demostraciones violentas se iniciaron a raíz del asesinato del zar Alejandro II (en 1881) y fueron inducidas tanto por la policía zarista como por los grupos que participaron en el complot contra el zar, acusando a los judíos a fin de hacer de ellos chivos expiatorios.

El fenómeno se expresó como una verdadera poblada asesina que se extendió como pólvora y se vio acompañada de horrores indescriptibles. Los pogromos se siguieron produciendo en la Rusia Zarista hasta la revolución de 1917, provocando la emigración de dos millones de judíos, principalmente hacia los Estados Unidos. Estos saqueos y masacres no terminaron con la Revolución Bolchevique y  se perpetraron también en la Unión Soviética.

Los pogromos, como expresión del odio en contra de una minoría, se han seguido repitiendo en todo el mundo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Por extensión, hoy se designa como pogromos a los estallidos de masas suscitados por cualquier forma de racismo o intolerancia. En la actualidad, muchas comunidades cristianas del Cercano Oriente que viven en países convulsionados por la guerra se encuentran bajo la amenaza de un pogromo musulmán en su contra.

Estos estallidos surgen por lo general a partir de prejuicios cognitivos, principalmente involuntarios, que sesgan el procesamiento de la información. Se trata de tendencias y comportamientos inconscientes que nos condicionan al intentar analizar la realidad, bajo la influencia de figuras de autoridad en un grupo, y  que pueden llegar a despertar la capacidad humana para actuar con crueldad.

Los prejuicios no dependen de la inteligencia, del nivel cultural ni de la  capacidad para razonar del individuo. De ahí la gran responsabilidad que tienen los líderes políticos, las autoridades gubernamentales, las ONGs y las personas sensatas de evitar las confusiones y manipulaciones que pueden darse en el tratamiento de temas sensibles para una sociedad como puede ser el de los migrantes, haitianos en nuestro caso. Las falacias resultantes pueden tener efectos desastrosos. Los llamados al odio pueden estimular el espíritu destructor en comunidades enteras dejando estelas de espanto y dolor en su marcha irrefrenable.

Por eso preocupan tantos los comentarios aterradores y violentos que se leen en las redes sociales cuando se trata del tema haitiano, los llamados al odio en contra de periodistas de trayectoria intachable, la quema de una bandera haitiana seguida el mismo día por el asesinato del limpiabotas “Tulile” y por la macabra exhibición de su cuerpo inerme, atado y colgado, en una plaza pública.