Dionisio López Cabral fue un poeta de los de verdad, de los que no sobreviven a sus demonios: Un poeta maldito. Dionisio fue nuestro Rimbaud, nuestro Verlaine, nuestro Baudelaire.

Su vida fue en verdad azarosa. Su abuelo, Mario Fermín Cabral, senador y gobernador trujillista, tan generoso con el dictador – promotor de Ciudad Trujillo y del monumento a la Paz de Trujillo, en Santiago– lo fue menos con su hijo, el padre de Dionisio, a quien, dicen, le negó su reconocimiento, su apellido y su fortuna, pero no su talento, aparentemente asunto de familia: El padre del poeta fue periodista y, Manuel del Cabral, su tío abuelo,  el gran poeta que todos conocemos.

Conocí a Dionisio una tarde en aquel templo de la bohemia que era Puerta del Sol, donde una vez no encontró mejor manera de expresar su admiración por Sara Pérez que intentar agredirla, donde otra, acompañado de un cuero, no desprovisto de tesón pero sí de dientes, le giró a Carolina Bodden por doscientos pesos para irse a los moteles. Carolina no dejaba de mirarla, a pesar – o en razón – de su fealdad. Dionisio, leyéndole el pensamiento, le dijo: ”Sí, Carolina, ella es fea, pero me hace el amor bonito”. A mí también me giró muchas veces. La primera, le pasé un billete de no sé cuantos pesos y en lugar del agradecimiento que entendía ameritaba mi condición de mecenas, Dionisio, agitando la papeleta  a una distancia prudente, me gritó: “Pablo, tú no eres más que un maldito burgués”. Reía como un niño el Día de Reyes.

No le tomaba aquellas gracias en cuenta. Dionisio vivía en El Ejido, en una gran miseria. La pobreza debía ser terrible para un alma tan sensible. Alguna vez, en Talanca, nuestro bar, vi a Dionisio llorar amargamente su pobreza. Lo acompañé muchas veces a su casa. En el camino me decía: “Pablo, vamos a llevarle algo de comer a papá”. Y comprábamos (compraba) un pollo en un chimichurri vecino a la cancha del Sameji. Otras veces, Dionisio me paseaba por el barrio, como un trofeo, con entusiasmo mal contenido, tan contento de tener un amigo “rico”. “Muchacha, ven, te presento a Pablo”, le dijo una vez a una mozuela. Y a mí: “Pablo, ella singa”. “Dionisio, deja tus vainas”, decía la pobre muchacha, ruborizada.

La poesía de Dionisio era hermosa y terrible. Los poetas “respetables” no le perdonaban la brevedad y la escasez de sus versos: No eran más que unos malditos poetas: Nunca pudieron embutir en versos tan breves tanta belleza:

ORIGEN

Durmiendo empiezo a crecer

todo mi cuerpo despierto

es una fantasía.

El origen del ritmo

lo conocí en sueño.

Dejar de soñar

es dejar de existir.

Si pienso en cantar despierto

ahí muere mi voz.

 

ENIGMA

El enigma

de la lluvia

es morir

para ser flor.

 

PAISAJE

He aquí el paisaje del sueño

donde los sonámbulos danzan

y la algarabía es sólo sombra

del horizonte sordo de los muertos.

He aquí el paisaje del sueño

dibujando oscuros gritos

de hombres sin voz.

He aquí el paisaje del sueño

donde una voz muerta asoma

en busca de su destino sepulto

en el jardín de las flores despiertas.

 

¿Quién podría añadir un acento a estos versos sin dañarlos?

Los libros de Dionisio eran unos panfletos finínismos, de apenas algunas páginas y pésima confección. Él mismo los iba vendiendo y dedicando. En uno de ellos aparece en esa pose estereotipada que asumen los poetas al declamar, el gesto grave, los brazos extendidos y las manos crispadas, la misma que utilizaba aquel poeta que personificaba Pololo. Me los traje a Bruselas. “A Pablo, la única cigua que come cundeamor”, reza la dedicatoria de uno de ellos.

Es cierto que sus poemas anunciaban el destino de Dionisio. No hablaban más que de muerte, de esquirlas de cadáveres que retornaban con las olas, de voces, horizontes, ocasos muertos… Pero Dionisio iba a su fin alegremente, como van los soldados a la guerra.

Dionisio era el alma de aquellas tertulias interminables en las que chupábamos galones de ron. Tanto declamaba sus versos como los otros poetas. Como éste, de Rubén Darío, lleno de una verdad tan lúgubre:

 

LO FATAL

Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
¡Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos
y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!…

 

O éste, tan florido, de Tomás Morel (de quien era muy amigo):

 

¡Arrea, haragana, arrea

a ver si llegamos con el fresquecito de la madrugá!

Y por el camino van los campesinos

Rompiendo el silencio de la oscuridad.

 

Cuentos de fantasmas y de aparecidos

Salen de la boca del Vale Julián.

 

Y se entera el niño de que a la muchacha

La codicia el diablo desde el flamboyán.

 

O, finalmente este fragmento de décima de Juan Antonio Alix, cuyo racismo no es para nada, lamentablemente, cosa del pasado:

 

Parió María

Parió varón

Parió un negrito como el carbón

Si se cría, sale ladrón…

 

 

Una vez lo reté con un verso de su tío Manuel del Cabral: “La eternidad del origen justifica lo efimero. Ya lo ves sanguijuela, te estás poniendo eterna con mi sangre”. Dionisio me respondió sin pestañar: “Perro, no mates tus pulgas, ¿No ves que tienen tu propia sangre?”

Carolina tenía una particular debilidad por las almas perdidas. Por eso nos recibía con frecuencia en su casa. A alguna de las fiestas que allí se celebraron asistieron Rafelito P. Rodríguez (Cuyas invitaciones a escribir seguí quizás demasiado tarde) y Dionisio. La alegría no cabía en su pecho. No podía estarse tranquilo. Sacaba a bailar a todas las mujeres, les daba vueltas, las disfrutaba, las manoseaba hasta el límite de lo permitido, mientras su gesto era el de el placer puro, los ojos brillantes de picardía, el labio inferior atrapado entre sus dientes con fruición. “Dionisio, estate tranquilo”, le decían, no sin cierto malestar, como si la culpa de su lujuria fuera de ellas.

No recuerdo dónde encontré a Dionisio, camino de la clínica donde nació mi hija.  Dionisio se ofreció a acompañarme. No vi ningún inconveniente, no así las abuelas de la recién nacida, que lo miraban con desconfianza. El caso es que Dionisio se acercó a la cuna, con muchísima ternura en la mirada. Luego se incorporó y me dijo: ”Pablo, ponle Lírica, que en griego significa música”. Nunca la olvidó. Cada vez que me veía me preguntaba por ella. “Pablo, tu hija es una maraquita de navidad”, me decía. Y no se equivocó: La música es su pasión, su vocación.

Vi a Dionisio algunos meses antes de su muerte. Durante unas vacaciones en el país, me dio un trabajo enorme encontrarlo, porque había cambiado de bar. Ahora tomaba ron en la cafetería de Almacenes El Encanto. Allí nos bajamos nuestro último trago juntos.  Ahí nuestros caminos se separaron. Volví hacia Europa. Volvió a la muerte.

Me enteré de su muerte por la prensa. Al final el ron se lo llevó a la tumba. Tenía apenas 50 años. Murió joven, como todo poeta maldito. A su entierro fueron todos los malditos poetas. Los que antes lo evitaban, ahora le hacen homenajes póstumos.

¡Cruel destino el de los poetas malditos!