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José Acosta nació en Santiago, República Dominicana, en 1964. Es poeta y narrador. Desde 1995 reside en Nueva York. Ha ganado en seis ocasiones el Premio Nacional de Literatura de la República Dominicana, el más importante del país, en los géneros de novela, cuento y poesía. En 1994 su poemario Territorios extraños recibió el Premio Nacional de Poesía “Salomé Ureña de Henríquez” y en 1997 obtuvo el Premio Internacional de Poesía “Odón Betanzos Palacios” de Nueva York con la obra Destrucciones. Su poemario El evangelio según la Muerte obtuvo en 2003 el Premio Internacional de Poesía “Nicolás Guillén”, de México. Como narrador ha recibido numerosos premios, entre ellos el Premio Nacional de Cuento Universidad Central del Este (2000), con El efecto dominó; el Premio Nacional de Novela (2005), con Perdidos en Babilonia y el Premio Nacional de Cuento (2005), con Los derrotados huyen a París y El patio de los bramidos (2016). En 2015 obtuvo el Premio Casa de las Américas, de Cuba, con la novela Un kilómetro de mar.
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POEMAS DE JOSÉ ACOSTA
Amada
Amada, aún no hemos llegado
a ese sitio remoto de lo eterno.
Yo voy descalzo, con el alma cansada
de los que ya no esperan nada del mundo.
Tú vas con miedo, pero decidida, y tu anhelo es el faro
que guía mis pasos.
Entre tu camino y el mío hay una rendija llena de sol,
donde lo mejor de mí, en sueños, te contempla.
Y tu sombra, a veces, viene a comer de mi sombra,
y mi pensamiento llena de ansiedad el recipiente de tu silueta.
Amada, ¿qué animal fabuloso nacerá el día en que lleguemos?
¿Qué dios bueno tenderá a nuestros pies el terciopelo de la dicha?
Miro a mi alrededor con estos ojos vacíos
y el rencor de las cosas me retiene.
El mañana es el trampolín de donde salto a tus brazos,
y un perfume desvaído me orienta en la oscuridad.
Cuando lo pierda todo, cuando de mí escape lo que fui,
despertaré a un palmo de tu consolación.
Cada hora abro una nueva página de mi vida
y te veo marchar hacia ese sitio del mundo
donde se extravió mi mirada.
El sabor de tu cuerpo
Gracias, Silvia, por enseñarme a pecar,
por mostrarme ese lado del mundo donde la gente se muere,
esa porción de la vida deshabitada de Dios,
tibia como una sábana y más oscura que esos pájaros
que cruzan frente a la luna.
Me pregunto dónde estaba el futuro cuando besé tu frente;
en qué lugar se hallaba cuando entré en ti;
dónde se habrá quedado la niña que eras en ese entonces.
A veces regreso a ese sitio de la infancia donde nos veíamos
y solo oigo el ruido de nuestros pasos perdidos en el jardín,
los gritos de mamá y aquella sombra
llena de nuestros temores.
No sé, Silvia, adónde te irás al final de este mundo.
Si la maldad tiene todavía el sabor de tu cuerpo,
y el bien está aún agrietado de regaños.
Un día lo sabré y ese día
espero que aún sea propicia y dulce la desolación.
Mujer
Con qué raro bullicio regresas a la Naturaleza.
Acaricio los bordes de tu ataúd como antes tus mejillas,
y lloro por no contar con un árbol en dónde esperarte.
Les digo a las hiedras que coman de ti,
que me enseñen el rumbo que tomó tu memoria
antes de abandonarte,
que me marquen el lugar de tu cuerpo
donde podré reconocerme cuando las sombras me acaben.
A la distancia de un remordimiento,
un beso tuyo se abre como un hacha,
amenazando mi futuro.
Nuestro abrazo se espanta con una conmoción de palomas.
Lejos estás de esta tierra odiosa,
mi tumba quedará del otro lado del océano.
Enciendo un fósforo
Enciendo un fósforo y nace mi mano.
Sobre el fondo una moneda flota o quizá
la redondez luminosa del ojo de un gato.
Hago ascender mi mirada arañando las tinieblas
y se hace libre allá, a lo lejos, en la cima
de todos los quejidos.
Es que estás a mi lado y aún no lo sabía
es que viajan en mí todos los pueblos
y ahora, precisamente, llaman a mi puerta.
Enciendo un fósforo y nace
tu cuerpo tejido con la noche.
Todo está tan cerca a veces, a un frágil dolor
de distancia,
pero en verdad tememos horriblemente
saberlo.
La estela que te borra
Abajo está el portón, temblando aún, como
si acabaras de pasar, como si el viento
que te sigue lo empujara de un lado
a otro de la tierra.
Tu largo cargamento de espíritu, alas
y todos los sonidos que riegas por
la tierra como una enorme caravana de
bueyes. ¿En qué luz te adentras, te escondes?
El portón, mujer, aún tiembla como
dejando pasar todo lo que fuiste
Despertar
Te desapareceré de este mundo, amada,
y te atraparé en un sueño
como hizo Borges con su único enemigo.
De vez en cuando te visitaré.
Borraré mis huellas para que no me sigas
cuando decida despertar.
Te contaré mis olvidos
y te mostraré los lugares donde estaré
en el futuro.
Cuida de mi jardín,
no lo abandones.
Espérame siempre,
amada mía.
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La Foto