En Estados Unidos, históricamente, la elección presidencial la decidían votantes independientes y centristas que no votaban por partidos sino por candidaturas. El perfil de ese votante se puede caracterizar como un estadounidense de clase media, blanco, centro derecha, nacionalista y protestante.  Votantes de esa tendencia residentes en estados del llamado rust belt (región que, en línea recta, abarca de Pennsylvania hasta Iowa) y en los denominados swins states (estados claves en la elección presidencial porque no son ni demócratas ni republicanos: Michigan, Florida, Carolina del Norte, Virginia, Wisconsin, Missouri, Colorado y Arizona) eran los que finalmente decidían quién ganaba la presidencia. Alrededor de ello es que se articulaba el consenso político-electoral centrista en E.U. Según el cual, para que un candidato fuera “elegible” debía resultar atractivo a este votante. Así, se daba la dinámica de que, en las primarias internas de los partidos, los candidatos enarbolaban mensajes dirigidos a sus bases partidarias para llevarlas a votar a procesos internos de poca concurrencia. Sin embargo, una vez frente a la elección presidencial, tenían que encuadrar sus discursos de cara al votante independiente del rust belt y swing states.

Eso era así hasta que llegó Trump. Un candidato que, desde la perspectiva del consenso centrista, dado su carácter volátil e historial rocambolesco, no sería elegible porque no lo apoyarían los votantes independientes. Bajo ese entendido analistas con décadas de experiencia en elecciones presidenciales, así como hasta ex presidentes, sostenían, cuando Trump ganó sorpresiva y aplastantemente la primaria republicana, que aquello le regalaba la presidencia a Hillary Clinton. El error de ese criterio radicaba en que desconocía lo que estaba pasando con el votante blanco tradicional estadounidense.

Una mayoría del cual había pasado, tras los ocho años del negro Obama y décadas de élites dirigentes vinculadas al capitalismo financiero, al nacionalismo blanco como significante mediante el que definía sus tendencias políticas. Es decir, pasó del sentido común centrista a lo identitario. Se movió a ello como respuesta a varias crisis que afectaban su vida diaria: cierre de industrias en sus estados como consecuencia de la desterritorialización, precarización laboral, desempleo y la irrupción de “minorías” raciales en diferentes escenarios lo que tensionaba su idea de país blanco, anglosajón y protestante. Las élites de Washington y medios como CNN, todos parte del mismo entramado de intereses financieros y políticos, no vieron esa transformación. Quienes sí la vieron fue un grupo de agitadores del supremacismo blanco articulados alrededor de la “improbable” candidatura trumpista. Personajes como Steve Banon y Roger Stone, le crearon un discurso a Trump específicamente dirigido a las necesidades existenciales y materiales de ese votante blanco cansado del establishment tradicional. Así fue que Trump literalmente barrió a todos sus oponentes en la primaria republicana, y luego le ganó por escaso margen a Hillary en la elección presidencial de 2016.

Para contestar la pregunta que da título a esta reflexión: la respuesta es que todavía sí es posible que Trump se reelija. Porque el racismo en Estados Unidos es parte de su propia identidad.

En la presidencia, Trump ha continuado con la misma retórica que tenía de candidato. ¿Por qué? Porque necesita ese votante aferrado al nacionalismo blanco tanto para mantenerse en el puesto como para disputar la reelección. Trump sabía que sus turbios manejos, propios del gánster inmobiliario que era en Manhattan, iban a provocar choques irreconciliables con sectores del estado profundo. Y que, por lo mismo, iban a ir por él con todo. El impeachment vino de ahí. Y para enfrentar eso Trump sólo tiene una carta: el apoyo irredento de sus votantes dentro del Partido Republicano. Con eso puede comprar el apoyo de senadores, representantes y gobernadores republicanos que, ante el fanatismo trumpista de sus bases electorales, saben que irse contra el presidente es básicamente perder el puesto. De ese modo, fue que Trump salvó el impeachment y disputará la reelección contra Biden. Mientras pueda mostrar un sólido apoyo de sus votantes, ninguna figura republicana, cuya continuidad en lo inmediato dependa de los mismos electores, se irá contra el presidente. La amalgama de intereses que gravitan alrededor de senadurías, sillas en la Cámara y gobernaciones, que van desde cuestiones económicas hasta geopolíticas, es lo que, aunado al apoyo que tiene en una parte importante del votante blanco promedio, mantiene a Trump en el puesto a pesar de ser un personaje tan inepto (que incluso pone en riesgo intereses fundamentales -de largo plazo- del imperio en el mundo).

La covid-19 ha dejado más de 100 mil muertos, casi tres millones de contagios y alrededor de 45 millones de desempleados en E.U. Un cuadro sombrío que se dio, principalmente, debido al manejo errático e infantil de Trump. Quien en febrero decía que tenía “controlada la situación”; en marzo culpó a China del “virus chino”; en mayo con decenas de miles de muertos y la economía colapsada culpaba a los gobernadores demócratas; y ahora en junio sostiene que la culpa es de China y la OMS y que pronto “se sabrá la verdad”. Trump sólo piensa en lo electoral. Y, en tanto tal, le interesan sus bases electorales. Porque, de nuevo, es el contingente que lo sostiene y que, en un eventual escenario de alta crispación social, saldría a la calle a defenderlo. Para esa gente el Make America great again se entiende como un regreso al país de hegemonía y prosperidad blanca: donde las “otras razas” vivían sometidas. De modo que asumen la presidencia trumpista como cuestión existencial. Muy peligroso porque es gente armada y profundamente violenta que se significa en una idea de país construida sobre el sometimiento de lo no blanco.

Cuando Trump fue, en medio de las protestas antirracistas frente a la Casa Blanca, a una iglesia para biblia en mano proclamar “ley y orden”, estaba hablándole a sus votantes del supremacismo blanco. Sucede lo mismo cuando, en lugar de apaciguar la tensión racial, la incendia aún más con declaraciones calculadamente enfocadas en el estadounidense racista. A Trump no le importa calmar las aguas. Todo lo contrario, pues necesita un nacionalismo blanco envalentonado para que salga a defenderlo en cualquier momento. Y que el 3 de noviembre de este año le pueda dar otra victoria electoral.   

Para contestar la pregunta que da título a esta reflexión: la respuesta es que todavía sí es posible que Trump se reelija. Porque el racismo en Estados Unidos es parte de su propia identidad. No se puede analizar la construcción de ese país sin comprender la mentalidad calvinista-puritana de sus fundadores blancos: desde el Myflower hasta la independencia. Ese imaginario supremacista ha ido modificándose con el tiempo, no obstante, lo fundamental no cambia que es la idea de que hay una raza -la blanca- que es la que debe dominar y es dueña auténtica de esa nación “elegida por Dios”. Trump se mueve alrededor de esa mentalidad racista que, con la precarización de la clase media blanca que provocó el capitalismo financiero, brotó como significante electoralmente clave.

La posibilidad de que se reelija no la deciden ciudades grandes donde se dan las mayores protestas. Y donde vive la mayoría de estadounidenses blancos que de alguna manera han roto con el imaginario supremacista. Decidirán las elecciones los estados mencionados del rust belt y swing states. Porque en E.U. la presidencia se decide no por voto directo, sino a través del colegio electoral. Y en ese colegio, tienen un peso desproporcionado los estados donde más sigue arraigado el supremacismo blanco. Si en esos estados, donde también hay importante población negra y en algunos latina, el votante del nacionalismo blanco (que fluctúa en torno al 40/45%) pesa más que el resto de la población, Trump se reelige. Por el contrario, si, como con Obama, una coalición de negros, latinos y blancos no racistas sale a votar Trump pierde y posiblemente por mucho. El factor decisivo ya no será el consenso centrista, sino que la disputa histórica y cultural entre el nacionalismo blanco y la otra parte de un país diverso que avanza hacia otros paradigmas identitarios.

Trump le ganó a Hilary porque se benefició decisivamente de la abstención de negros y jóvenes en estados claves.  Si la gente que no votó en 2016 vota esta vez, apuntan encuestas y estudios serios, el trumpismo perdería claramente. Por el bien de los buenos estadounidenses y el mundo, espero que voten para que se vaya directo al basurero de la historia este personaje abyecto, criminal e ignorante que todavía ocupa la Casa Blanca.