Si la historia le hubiera dado una segunda oportunidad, posiblemente Miguel III, un joven monarca que alcanzó la cúspide del poder del imperio Bizantino a mediados del siglo IX antes de Cristo, hoy tendría una mención diferente en la memoria histórica, por haber encarado el mando con menor ingenuidad y con una filosofía política más acorde con el indescifrable laberinto que hay que torpedear para mantenerse en el poder.
Era entusiasta, pero carecía de experiencia de Estado para asumir con destreza una monarquía aturdida por el agotamiento producido por las guerras ocasionadas y las ásperas disputas religiosas entre sectas cristianas rivales, y un sin número de avaros enquistados en el reino, capaces de destronar al más encumbrado de los reyes si no se les permitía satisfacer sus desenfrenadas apetencias de riqueza. Bajo esa vorágine de la descomposición y las precariedades morales del imperio Bizantino tenía que subsistir el incipiente rey.
Por ello recurrió a la búsqueda de un consejero que tuviera en alta estima la virtud de la lealtad, pues no ignoraba que el ascenso al poder también implicaba rodearse de cortesanos leales a los que había que dotar de privilegios y fortunas, para que compelidos por los favores dispensados por el reino desactivaran cualquier conjura en contra de la corona, porque no sólo se trata de repartir canonjías para ganar adeptos, hay que percatarse de que los colaboradores resulten leales.
Y como la lealtad no es una virtud abundante en el accionar humano, el rey Miguel III eligió como consejero a Basilio, su amigo de confianza, que aunque no era ducho en los asuntos de Estado, ni mucho menos políticos, en diversas ocasiones había profesado lealtad hacia su señoría. Por lo que era alguien en quien el emperador confiaba tan ciegamente que lo premió con un título de nobleza y lo casó con una de sus amantes preferidas.
Transcurrido el tiempo y al sentirse Basilio boyante entre los lujos y esplendores que trae consigo la vida cortesana, se transformó en un ser ambicioso, y a su vez, avaro. Su fortuna y poder aumentaron tan vertiginosamente, que cuando el emperador quiso abrir los ojos para apreciar la realidad que le rodeaba se tropezó con un grave problema: su consejero y amigo, su hombre de confianza, había acumulado más dinero, más aliados y más poder que el propio rey.
No tardó mucho para que luego de una larga noche de embriaguez el monarca Miguel III despertara rodeado de soldados, que bajo las órdenes perversas de Basilio, clavaron sus dagas en el pecho del rey, dejándole tendido, víctima de la traición de su hombre de confianza, que observaba sin inmutarse por la vileza, el desangramiento de aquel cuerpo cuyas manos se habían extendidos para abrirle la puerta del éxito, aunque terminó catapultado por la indignidad.
Craso error el del rey Miguel III al creer que aquel amigo al que le había dispensado tantos favores sería incapaz de dejarse dominar por la avaricia y la ambición, olvidándose de la gratitud que ha de guardarse para aquéllos que fiándose de nosotros, depositan en nuestras manos su propio futuro, creyéndonos poseedores de una clara noción de la lealtad, ignorando que cuando los cortesanos se sacian de la riqueza del trono, entonces corren tras el poder del rey.