Hablando de su “modesta “ceguera personal” Borges declaró que ésta “sólo” era total en un ojo y parcial en el otro ya que aún podía descifrar el verde y el azul; decía además que los ciegos viven en un mundo incómodo, indefinido, del cual emerge algún color. “Mas, la ceguera no es la noche que la gente supone”. Los ciegos extrañan el negro y el rojo, afirmaba, cual protagonista convencido sentenciando en uno de sus más afamados discursos que “aunque (la visión) ya ha desaparecido del todo, confío en que alguna vez lograré ver el rojo, ese color que resplandece en la poesía”. De tal forma, quizás sin quererlo, Borges enunciaba un cuestionamiento esencial muy cercano a la sinestesia: ¿De qué color es la poesía?
Mucho ha transcurrido desde que Aristóteles afirmó que si el ojo fuese un animal, su alma sería la vista; como tal, en la actualidad la visión va más allá de aquella poética “espiritualización” de la mirada ya que ella conforma una pléyade de cosas que le acontecen al hombre contemporáneo quien producto del progreso, es testigo de cómo los sentidos (y el cuerpo mismo) han sido atrapados, dominados, para ser más justos, por la urgencia del tiempo y el amenazante hábitat moderno. La mirada es la figura hegemónica de la vida social según Le Breton, y a través de ella el hombre apurado pretende aferrarse a la realidad de su quehacer, con frecuencia infructuosamente. ¿No es acaso una invasión de irrealidad a lo que el ojo está expuesto por doquier frente a las imágenes televisivas, de videos y fotografías que traspasan el espacio público para invadir al sujeto en su intimidad hogareña y peor aún, a través de ese nuevo artefacto –organelo– corporal llamado celular con mensajes, solicitados o no, arribando a toda hora y en todo lugar imaginable?
Walter Benjamin ya advertía sobre aquello en referencia a la fotografía un lejano 1931 cuando afirmaba que “vengamos de la derecha o de la izquierda, tendremos que acostumbrarnos a que nos miren, vengamos de donde vengamos. Y por nuestra parte, miraremos a los otros”. Así, nos hemos acostumbrado a que las cámaras de seguridad de los malls y en las esquinas de las avenidas nos examinen; en peajes, aeropuertos y tiendas; en la sucursal bancaria o en la sala de espera hospitalaria. Nos vigilan, y nos vigilamos en la más absoluta sumisión al entorno que nos agrede y al ejercicio social que con la misma fiereza dictan delincuentes y “fuerzas de seguridad”. Mientras tanto, penosamente, los humanos cada vez más nos miramos menos (a los ojos).
Lacan dijo muy certeramente que la mirada es la erección del ojo, y es en la pupila donde comienza todo: a partir de la impresión luminosa que penetra a través de ella impregnando cien millones de células neuronales de peculiares nombres –conos y bastones– las cuales hacen de la retina un verdadero laboratorio fisicoquímico. La retina transforma la luz en energía electromagnética la cual, a su vez, es enviada como señal electro bioquímica a la corteza visual del encéfalo a través de los nervios ópticos. En el sujeto sano, el ojo, esa suerte de “observatorio avanzado del cerebro”, gracias a músculos, párpados, mejilla y córnea controla toda la operación visual a tal perfección que en condiciones normales somos capaces de ver objetos hasta a 400 metros de distancia y de hasta menos de un milímetro de grosor.
Desafortunadamente, más de 40 millones de seres en todo el Globo no interactúan con la realidad resultado de la ceguera, hecho que nos ha fascinado y perturbado desde los tiempos presocráticos hasta el presente reciente donde la magia táctil del Braille y los trasplantes de células madres en la retina han hecho otra cosa de aquella discapacidad.
La pintura, o mejor aún, la conciencia de percepción visual artística evolucionó en el transcurrir de múltiples etapas desde el Medioevo y el Renacimiento hasta la modernidad y el presente. Entre toda aquella historia pocas obras han expresado con tanta destreza lo que la mirada permite hacer del entorno como “La vista”, el imperecedero óleo que junto a Rubens completó el genial Jan Brueghel en 1617. El cuadro, considerado por los conocedores como iniciador de un género específico dentro de la corriente flamenca del Amberes del siglo XVII –el gabinete d’amateur–, está inspirado en las llamadas “cámaras de maravillas”, las wonderkamers, espacios donde la fascinación de los coleccionistas por todo tipo de objetos alcanzaba el clímax.
La escena principal de la pieza construida en varios planos es un verdadero caleidoscopio que regala una rica muestra epocal: la de los archiduques sorprendidos por los viajes trasatlánticos de intrépidos navegantes (a través de imágenes del aún quimérico “Nuevo continente”); la transformadora comprensión del mundo más allá de los límites geográficos que hasta ese momento prevalecían (simbolizada con un globo terráqueo en primer plano); las cerámicas chinas y monos de grandes ojos reveladores del exotismo que invadió la Europa colonizadora; los instrumentos científicos que reflejan la efervescencia del pensar renacentista; y una gama de objetos de arte con insólita iconografía y polifonía propias.
Los pintores, sean ellos surrealistas, simbolistas, o modernistas, al igual que los observadores, en su oficio de reconstructores de lo que el ojo les ha regalado conforman una manera de pensar propia –el arte como percepción organizada, según Goethe– que los capacita para “ver” el mundo. Ella es desnudada en el lienzo, único lugar donde el artista lo dice todo aún en contra de estipulaciones sociales, exigencias técnicas o imposiciones de la crítica que en ocasiones condicionan su obra. Picasso afirmaba que “…pintar es un oficio de ciegos… pinto al objeto como lo siento, no como lo veo”, y a pesar de ello, los pintores lucharon contra las propias limitaciones físicas inherentes a su condición de pedestres mortales, incluyendo la ceguera. Justamente la más trágica expresión de su carácter netamente humano que Renoir, Casat, Monet y Degas, cegatos todos, conocían muy bien.
Descartes no estuvo lejos de la afirmación de Picasso cuando consideraba que “…de las cosas a los ojos y de los ojos a la visión no pasa nada más que de las cosas a las manos del ciego y de sus manos a su pensamiento”. Así, estableció que la visión “no es la metamorfosis de las cosas mismas en su visión, (sino) la doble pertenencia de las cosas al gran mundo y a un pequeño mundo privado” donde ver, es pensar, en un sentido más estricto, y no necesariamente ejercitar el acto de la visión. Tal vez por ello se arrancó los ojos Demócrito en la Grecia presocrática, “para que no le estorbara la contemplación del mundo externo en sus meditaciones”.
Alles Nahe werde fern, –todo lo cercano se aleja– escribió Goethe refiriéndose al crepúsculo de la tarde, y Borges lo dijo desde su propia experiencia: “(…) Todo lo cercano se aleja, es verdad. Al atardecer, las cosas más cercanas ya se alejan de nuestros ojos, así como el mundo visible se ha alejado de mis ojos, quizá definitivamente. Goethe pudo referirse no sólo al crepúsculo sino a la vida. Todas las cosas van dejándonos. La vejez tiene que ser la suprema soledad, salvo que la suprema soledad es la muerte. También «todo lo cercano se aleja» se refiere al lento proceso de la ceguera (…) el cual (…) no es una total desventura”.
Miremos pues, visionarios hipermodernos. Aguarda la luz.