“La imprudencia suele preceder a la calamidad”-Apiano, historiador griego.

El gobierno decidió, ante la avalancha de nuevos casos de infectados por el SARS-Cov-2, declarar nuevamente el estado de emergencia nacional y el toque de queda subsecuente. Un retorno a los inicios impuesto a las autoridades por el desafío irresponsable de la ignorancia de un pueblo que suele tomar en serio muy pocas cosas, ni siquiera cuando se trata de su propia sobrevivencia.

País de las bromas pesadas, del entretenimiento, de los desafíos a la razón en medio de las calamidades. La gente se pone las mascarillas dentro de los vehículos y se las dejan como una bufanda en los colmados; juegan dominó, charlan y beben sin protección ni guardando el debido distanciamiento; los colmados desde su aparición carecen de agua y jabón y sus baños lucen abandonados en su fetidez; la gente cree más en los remedios caseros que en las medidas de protección que aconsejan expertos; predomina el gusto por las historietas de conspiración globales más que por los hallazgos de la ciencia, y las redes están sobrecargadas de malos consejos que son oídos con más respeto que las recurrentes explicaciones de los más afamados especialistas. En fin, se impone la ignorancia, el hacinamiento de millones, la pobreza, la despreocupación y las vergonzosas debilidades de las autoridades en una aldea donde todos parecen conocerse.

Mientras, el covid avanza, se mete en los callejones de los barrios que se creen inmunes y también llega a las altiplanicies deslumbrantes, los pisos bajos y las lujosas residencias de los más pudientes. Con una cantidad de pruebas todavía pírrica (habiendo gastado innecesariamente miles de millones en una campaña electoral), el número de infectados pasa a cifras inquietantes. Cifras irreales que no reflejan objetivamente la magnitud de la expansión del bicho.

Las unidades de cuidados intensivos están al borde de su capacidad, faltan camas y especialistas y personal de apoyo. Hacerse una prueba de PCR -que son las más difundidas y confiables por detectar un fragmento del material genético del patógeno-, es como subir el pico Duarte con una hernia discal en sus buenas.

En este escenario nada prometedor, subyace una economía nacional que se resiente en tres frentes: en la producción, en la cadena de suministros y en las empresas y mercados financieros. La magnitud de los impactos adversos y la variabilidad y duración de sus nefastas consecuencias, dependen precisamente del comportamiento de la gente y de la determinación de cumplir o no con la mayor rigurosidad las medidas conocidas.

O el compromiso colectivo, consciente y responsable, detiene el crecimiento de las infecciones o nos decidimos por más muertes, tensiones sociales y elevados costos económicos. Estos costos podrían conducir a la cima de una crisis que seguramente mataría más gente que el mismo covid-19. De hecho, ya lo está haciendo en muchas partes del mundo.

La responsabilidad ciudadana, su buen juicio, la comprensión del peligro mortal que nos acecha, deben imponerse. Mandar al Ejército con bayonetas a las calles poco efecto tendría si el pueblo no acepta la gravedad de la situación.

Por ello, el aislamiento y la cuarentena domiciliaria, el distanciamiento social y las medidas ambientales, podrían cumplir cabalmente su cometido cuando finalmente lleguemos a entender que no somos ninguna excepción milagrosa en el mundo.

Este virus, del que todavía no se sabe todo, ha dado su abrazo indeseable a más de 14.5 millones de personas en más de 188 países, habiendo resultado penosamente mortal para más de 600 mil ciudadanos, según cifras oficiales. Pero en cada país son más los infectados que los que se reportan. Por ejemplo, de acuerdo con el presidente iraní Hasán Rohaní, su país cuenta con 25 millones de contagiados, y entre 30 y 35 millones podrían estar en riesgo de infectarse en los próximos meses.

Es cierto que en estos momentos ocupamos el lugar número 40 en el ranking de la The Hopkins University y que el número de nuestros muertos no alcanza todavía las mil personas. Pero ese es un consuelo peligroso. Nuestras deplorables condiciones sanitarias y de salubridad generales, los bajos niveles de instrucción general de la gente y la débil capacidad de respuesta gubernamental, junto a una población concentrada en dos grandes centros urbanos (que reportan más del 74% de los casos), podrían hacer una diferencia en el breve plazo dolorosamente infausta para todos los dominicanos. Nuestro proverbial comportamiento  imprudente podría desatar una verdadera calamidad nacional, no el virus.