Dice mucho del malestar en la cultura de los tiempos en que vivimos que muchos nos sorprendiéramos ante el sermón pronunciado por el pastor Michael Curry en la boda del príncipe Harry y Meghan Markle. Curry, el primer líder afroamericano de la Iglesia episcopal estadounidense, empezó su sermón parafraseando a Martin Luther King y proclamando que el amor es poderoso y que, por eso, puede transformar el mundo.
La sorpresa llama la atención pues se trataba de una boda –entre dos personas que se supone unen sus vidas por amor- en una iglesia de una religión que, como la cristiana, en todas sus denominaciones, proclama precisamente que “Dios es amor”. Esta, sin embargo, se explica -al margen de la tradicional circunspección y formalismo ceremonial de los británicos- no tanto por la imprescindible y, por tanto, entendible referencia al amor en un matrimonio religioso, como por el hecho de vincular la idea de amor a la de poder, lo que, no obstante, es claramente ostensible en el hecho de que Markle, una novia estadounidense hija de una madre afroamericana, es recibida en el seno de la familia real británica con las palabras de uno de los más importantes líderes del movimiento de los derechos civiles y de la historia de los Estados Unidos. ¡Qué mejor muestra de que el amor todo lo puede!
Este acontecimiento es buena ocasión para reflexionar sobre la dimensión política del amor. Arranquemos desde la cita textual de King: “Debemos descubrir el poder del amor, el poder, el poder redentor del amor. Y cuando descubramos eso, entonces seremos capaces de hacer de este viejo mundo un mundo nuevo. Seremos capaces de hacer mejor a los hombres. El camino es el único camino”. Aquí King establece la base de su filosofía de la no violencia, que es la tercera vía frente a la primera, de perpetuar la opresión mediante su pasiva aceptación, y la segunda, de combatirla mediante la violencia que perpetua la violencia. Se afirma así el modelo cristiano de resistencia pacífica, que parte del convencimiento de King de que “el amor es el poder más duradero del mundo”.
Como se puede ver, King, sobre el viejo sendero de San Pablo -para quien, concretando el mensaje, el ejemplo y la vida de Jesús, “existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor”-, propone una “política del amor”. Esto nada tiene que ver con la falsa y sarcástica “revolución del amor” de Chávez o la empalagosa “Republica Amorosa” de López Obrador, reminiscentes más bien del “Ministerio del Amor”, encargado de perseguir a los opositores en la novela 1984 de George Orwell, y cuya máxima y robesperriana expresión es la eufemísticamente denominada “Ley Constitucional contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia”, aprobada en 2017 por la inconstitucional Asamblea Nacional Constituyente de Venezuela.
Se conecta más bien con la tarea política de “rescatar el amor” (Zygmunt Bauman) y con “políticas de amistad” (Jacques Derrida) que se manifiestan concretamente en nuestras democracias con asumir el “amor al explotado y excluido” (Enrique Dussel) y poner fin así a la devaluación del amor al prójimo, origen de la xenofobia, la aporofobia, el machismo, la homofobia y el racismo, que propician y justifican el trato indigno a migrantes, refugiados, pobres y miembros de colectivos sociales y étnicos minusvalorados. De lo que se trata es de desterrar del campo político, la lógica y el discurso del “amigo/enemigo” de Carl Schmitt, propia del populismo buenista, adánico y mesiánico, aceptando así el disenso y la participación política de los adversarios. Ello implica recargar la concepción pública del amor propia de la tradición judeocristiana premoderna, en donde tanto el amor de Dios a los hombres como el de la humanidad a Dios y el amor entre los humanos es un acto político de construcción de una comunidad (Michael Hardt y Antonio Negri). Esto solo puede lograrse desde el convencimiento del poder transformador del amor y la asunción de que, como señala el Papa Francisco, “la política es una de las formas más elevadas del amor, de la caridad”, en la medida en que nos “lleva al bien común”. Contrario a Alain Badiou, que entiende que no puede haber política del amor, esta parte de que sí es posible en política amarnos los unos a los otros y de que no es utópico transformar el odio en amor, convirtiendo al enemigo en adversario y al adversario en prójimo.