Para ese entonces eran muchos años. “El Macho” Bonelly cumplía 50 años y me había propuesto celebrárselo en grande. Santiago no ofrecía ningún atractivo un día de semana por la tarde, por lo que lo convidé a que nos fuéramos a celebrarlo a Guayubín, donde Pochy, un primo hermano de Leónidas Rodríguez “El Gambao”, que explotaba allí un bar llamado “Pochy Intimidades”, al que había visitado en una ocasión un sábado por la tarde y me había parecido de lo mas ameno y entretenido.

A eso de las 4 PM pasamos a recoger a “La Batira” y los tres marchamos juntos a Guayubín. Por razones tácticas habíamos dejado a “El Gambao”, pero por el camino sentí que el trío no tenía la fuerza que esperaba y me acordé que mi querido primo (ido a destiempo), “La Gura” Pichardo, había fijado residencia en Villa Vásquez junto a su nueva compañera, la directora de la escuela pública del lugar.

“La Gura” había vivido muchos años en Munich, Alemania, donde fue a estudiar filosofía y humanidades. Desde allí mandaba notas sobresalientes a los orgullosos padres, pero nada de eso era cierto. En realidad, había abandonado los estudios y se había dedicado a formar un conjunto de música típica, al parecer del agrado de los teutones, en el que hacía de director y cantante. Cuando todo fue descubierto pasó de las elegantes avenidas alemanas a las polvorientas calles de Villa Vásquez, donde lo habían confinado a administrar una finca de tomates de su padre. En Villa Vásquez duramos un buen rato preguntando su dirección. Cuando llegamos a la modesta casa, lo estuvimos llamando y tocándole bocina, pero no salía. Una voz de mujer (que debió ser la directora) por entre las persianas nos voceó que él no se encontraba.

Por algún motivo desconocido se negaba a salir, por lo que tuve que desmontarme personalmente. Me identifiqué en voz alta y salió, enorme, de entre una de las habitaciones. Nos confundimos en un abrazo y tras explicarle brevemente el motivo de mi visita partimos hacia Guayubín. Tan pronto se montó en el vehículo “forzó” el tema que lo apasionaba y al cual le había dedicado gran parte de su vida: “Los Iluminatis”, un complicado entramado de cábalas, masonería y simbolismos, cuyas creencias se reducían, en su caso, a que un grupo de los más ricos y poderosos dominaban al mundo por medio de las finanzas y la política y, según él, esta élite abandonó el planeta hace mucho tiempo y está residiendo en la luna.

El festejado, que iba sentado adelante conmigo, hombre de mundo, pero convencional, me dice en voz muy baja, “Chivi y este tipo está bien?”. Sabía lo que trataba de  decirme –él está perfectamente-, le dije para calmarlo. -óyelo que es muy interesante su teoría-, agregué en tono muy bajo. En ese enredo llegamos a Guayubín. Ya éramos un grupo muy distinto.

El “Pochy Intimidades” quedaba en el patio de una casona del pueblo al que se accedía por un estrecho callejón. Ahí nos recibió un camarero que procedió a sentarnos en uno de los quioscos de cana del bar. Era un patio hermoso con altos robles y flores que flanqueaban los estrechos senderos del lugar. Había llovido y un ambiente de sordidez invadía el patio a medida que iba anocheciendo. Pedimos de beber y le solicitamos al camarero la presencia de “Pochy”, quien no se hizo esperar. “Pochy” era un hombre apuesto que, en ese entonces, debía rondar los 55 años; fornido y varonil, lo adornaba una mueca  feroz en el rostro. Tan pronto hablaba era notorio que botaba la segunda y se convertía en una señorona tosca de “la línea”. –Ay Que ambiente!, Que ambiente!- gritó con energía antes de saludar. Lo recibimos con entusiasmo y el cumpleañero, finalmente, empezaba a dar muestras de felicidad.

El “Pochy” siguió visitándonos y cada vez que se acercaba repetía lo mismo –Ay Que ambiente!, Que ambiente!-, gritaba. Esto resultaba sospechoso, porque en el fondo éramos cuatro almas en un patio mojado de la línea Noroeste, tratando de pasarla bien. –Está flojo el ambiente-, le dijimos a coro. Él, como si estuviera esperando ese momento, contestó: “las mujeres se están bañando”. Y así, cada vez que nos visitaba, durante una hora y media, decía lo mismo, “las mujeres se están bañando”.

Finalmente, llegaron las mujeres. Al parecer fueron recogidas a toda prisa, porque todavía en el lugar estaban arreglándose el pelo y componiéndose. No eran lo que esperábamos. Una señora blanca entrada en años, una morena gordita que, en vano, trataba de abrocharse el pantalón y una enana. No me refiero en forma despectiva  a una mujer bajita, sino a una enana cabezona, al estilo de “Tyrion Lannister”. La enana era, por mucho, la más atractiva. Su ropa ceñida, pantalón y blusa, debían de ser de una niña de 4 o 5 años. Peinaba una larga cola que dejaba ver un rostro afligido y hermoso de mujer madura. Una boca grande coronada por unos labios carnosos debajo de un rojo fucsia que le daba un aire trágico. Los tacos eran bajitos, como si no quisiera ser alta, en fin, era una belleza disminuida y exótica. Una enana que quería ser una enana. No sé como aquel cumpleaños no terminó en una trifulca. Todos nos disputábamos su amor y no bien terminaba de bailar, ya había uno de nosotros esperando turno. Cada vez que terminábamos una pieza y, por recato, no había nadie esperándola en la pista, había que llevarla a la mesa y cargarla para sentarla en la silla, que no alcanzaba. A todo esto siguió el desencanto, pues era notoria la preferencia de la enana por “La Batira” con quien se quedaba cogida de manos después de bailar y con quien trataba de mantener una conversación, a pesar de la “babel” que allí reinaba.

Y esa noche, “lo que hacen los celos”, cuando partíamos, la enana agradecida se encaramó en el estribo de la Jeepeta y sosteniéndose con gran esfuerzo en el espejo consiguió darme un beso de despedida en la mejilla. Lleno de envidia, aproveché la ocasión para llevar la confusión a los tenorios y grité en voz alta –La enana me dio un beso en la boca!-. Gracias a Dios pude escapar, mientras la pequeña recogía piedras para tirármela, ofendida por aquella calumnia frente a su nuevo amor. Debimos recorrer un largo y tedioso trecho para devolver a “La Gura” a su casa. Y en el camino de regreso todos veníamos callados y

pensativos, cada uno tratando de componer ese sueño que habíamos vivido.