A nivel mundial, el principal resultado del desarrollo capitalista ha sido un incremento sostenido de la desigualdad y la pobreza, así como el debilitamiento de las instituciones públicas. Los organismos internacionales, tales como el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI), que respaldaron el Consenso de Washington se han esforzado por resolver el conflicto distributivo entre beneficios y salarios a través de estimular la creación de programas de ayudas gubernamentales dirigida a los grupos más vulnerables de la población.

No obstante, lo que han conseguido por el momento es encubrir estadísticamente el problema de la sesgada distribución del ingreso, dejando a las fuerzas del mercado la determinación de los precios de los factores productivos (trabajo y capital), pretendiendo saldar el sesgo hacia el capital en la distribución del ingreso, aunque provoque profundas desigualdades y pobreza en la población mundial.

Estos organismos internacionales entienden que las economías capitalistas funcionan permanentemente en equilibrio y que los precios se determinan cumpliendo con las condiciones de equilibrio que exige la competencia perfecta. Entonces, sólo se debe esperar a que la autorregulación de los mercados fije los precios de los factores productivos (capital y trabajo) hasta alcanzar sus precios de equilibrio. En la teoría de los precios resulta fácil abordar el problema de la distribución del ingreso entre los factores productivos, pero la realidad no confirma los hallazgos teóricos y puede comprobarse una amplia brecha entre salarios y beneficios. Tal es el caso de la economía de los Estados Unidos, la primera economía del mundo y la economía dominicana, la de mayor crecimiento en América Latina, según el Banco Central (BC).

En ambos casos, independientemente del nivel de desarrollo de esas economías, ambas reflejan discrepancias importantes entre la productividad de la mano de obra y el salario que reciben sus trabajadores, tal y como se refleja en las figuras. La productividad en ambos países ha crecido más rápido que los salarios reales, con lo cual se ha producido un aumento mayor de los beneficios en las empresas. En otras palabras, la distribución del ingreso está sesgada hacia los beneficios.

Una de las políticas que contribuyó a este sesgo a favor de los beneficios, proviene del recetario contenido en la agenda neoliberal del Consenso de Washington (CW) que, entre otras medidas, recomendaba la eliminación de los sindicatos. En este sentido, Joaquín Balaguer consiguió este objetivo en sus últimos diez años de gobierno y eliminó los obstáculos para que el mercado repartiera el producto en favor de los beneficios. Con lo cual los trabajadores no fueron remunerados de acuerdo a la productividad, como se espera que ocurra en competencia, sino que se les eliminaron las instituciones sindicales a través de las cuales exigían que los salarios reales reflejaran las ganancias de productividad de los trabajadores o, si se quiere de acuerdo a su aporte a la producción.

Estos hechos contribuyeron a incrementar la pobreza, beneficiando a unos pocos, esperanzados en que su bonanza gotearía (trickle-down economics) hacia los sectores menos favorecidos, contribuyendo a aliviar los niveles de pobreza de la población. Los beneficios de unos pocos se depositan en paraísos fiscales o se esconden en fideicomisos, eliminando con esto la posibilidad de que las quiebras, las reformas fiscales o el reordenamiento institucional deterioren su nivel de patrimonio.

Por eso, en los EE.UU. el número de billonarios se multiplicó por 40 durante los veinte y cinco años anteriores al 2007; mientras que la riqueza de los 400 norteamericanos más ricos aumentó de US$169,000 millones a US$1,500 billones (Bauman, 2015).  Según OXFAM, en la región latinoamericana en el 2014, el 10% más rico acumuló el 71% de la riqueza; mientras que, para ese mismo año, el 70% de su población apenas acumuló un 10% de la riqueza (Cañete, 2015).

Para el 2018, de acuerdo al MEPYD, el número de personas que a nivel nacional se le considera pobre corresponde al 59.4% de la población (SISDOM, 2019), es decir casi seis millones de dominicanos. Esta cifra es relativamente más elevada teniendo en cuenta los efectos que la pandemia ha tenido sobre la producción y el empleo, afectando principalmente a los trabajadores informales y, en menor medida, a los trabajadores formales. En todo caso, empeorando los niveles de pobreza.

No se dispone de la cifra más reciente del coeficiente de GINI que mide la concentración del ingreso. Según el BC, para el 2018, este coeficiente por hogar era de 0.4437 a nivel nacional y en el Gran Santo Domingo era de 0.4760 y el límite superior en el intervalo de confianza (a un 95% de confianza) es de 0.5074. Con lo cual la concentración del ingreso es mayor en el Gran Santo Domingo que en la zona rural. El coeficiente de Gini para América Latina es de 0.46, de acuerdo a la Comisión Económica para la América Latina (CEPAL). Nicaragua y RD se encuentran cerca del medio de la distribución regional de la desigualdad, siendo El Salvador, Uruguay y Argentina los más igualitarios de la región.

Cabe señalar que, a pesar de que ha ocurrido cierta mejoría en la desigualdad, no menos cierto es que las estadísticas de pobreza se compilan incluyendo las transferencias gubernamentales en los ingresos de los hogares pobres para con esto mejorar las cifras de los niveles de pobreza, aunque los trabajadores continuaban recibiendo el mismo salario nominal, sin que el conflicto distributivo se resolviera en nivel de la producción.

Por tal razón, las cifras de desigualdad del ingreso deben desagregarse; por un lado, un nivel de pobreza que incluya las transferencias gubernamentales y otro indicador de pobreza que excluya las transferencias públicas; ya que el conflicto distributivo no ocurre al nivel del gobierno sino al nivel de las firmas que retrasan por años la corrección de los salarios de acuerdo a la productividad del trabajador.

Las instituciones públicas dominicanas no funcionan con la transparencia que generalmente se les atribuye en un país democrático. Por el contrario, operan con opacidad para preservar las injusticias distributivas y garantizar la significativa concentración del ingreso. Esto no es ni saludable ni democrático.