Aunque los funcionarios públicos lo niegan sistemáticamente y aún con la reducción de la tasa de homicidios que indican las estadísticas oficiales, la percepción de que se incrementa la delincuencia y la inseguridad en el país es ya generalizada, constituyéndose en una de las mayores preocupaciones nacionales y trasciende al ámbito internacional, como quedó manifiesto en la reciente advertencia del Departamento de Estado de los Estados Unidos.
Así como es un craso error ignorar la creciente inseguridad, lo es también pretender que el problema se resuelve con simple “mano dura”, que en sentido general quiere decir matar delincuentes pobres en los barrios. Más engañoso aún es la propensión de los segmentos de mayor edad a soñar con los tiempos del jefe, cuando la población rondaba la tercera parte de la actual, con dos tercios en las zonas rurales y cuando en los barrios urbanos todos se conocían.
No es por casualidad que la criminalidad en general y la correlativa inseguridad son mayores en países como Honduras, El Salvador, Guatemala, Venezuela, Jamaica, Haiti y República Dominicana. Es que está asociada a la pobreza, a las extremas desigualdades, debilidades institucionales, corrupción e impunidad. También a la promoción de falsas ilusiones, como por ejemplo las 30 mil bancas legales de apuestas y loterías y más del doble que se estima operan ilegalmente, en detrimento de los más pobres y menos educados.
Hay una propensión a atribuir los altos niveles de delincuencia a los dominicanos deportados desde Estados Unidos, es una forma de esconder la cabeza, como el avestruz, buscando una falsa explicación y rehuyendo la realidad de que esta sociedad es una gran fábrica de delincuentes. Debería bastar con las estadísticas para advertir que la inmensa mayoría de quienes cometen asaltos y robos, a menudo con crueles asesinatos, son menores de 30 años, que no han salido del país. No se trata de delitos de alta tecnología, sino de vulgares asaltos, a punta de cuchillos y pistolas que proliferan cada vez más, a nivel individual o en bandas que se la buscan a cualquier precio.
Hasta que no cambiemos la actual estructuración social no recuperaremos la seguridad, aunque volvamos a llevar a más de 400 anuales las brutales ejecuciones de reales o sospechosos delincuentes, que a menudo derivan en asesinatos vulgares, incluso de inocentes, y que terminan embruteciendo y pervirtiendo las fuerzas del orden público y la seguridad, frecuentemente vinculadas a la criminalidad.
No habrá seguridad para nadie en esta sociedad, mientras el 22.5 por ciento de los jóvenes, ahora mismo unos 600 mil, no tengan oportunidad de estudiar ni de alcanzar un empleo y ellos perciban que los privilegiados no respetamos las normas sociales y que una proporción significativa de los que administran la cosa pública se aprovechan y se apropian lo que debería permitir mayores oportunidades sociales. Habrán desertado de la escuela en el nivel secundario, pero no serán ciegos ni sordos para no ver ni escuchar sobre las extremas injusticias del ordenamiento social. Para muchos de ellos el narcotráfico y el asalto serán su oportunidad.
La criminalidad seguirá en incremento mientras cantemos que somos la sociedad de mayor crecimiento económico, pero al mismo tiempo una de las más desiguales del continente, donde las capas privilegiadas exhiben impúdicamente sus riquezas y dan riendas sueltas al consumismo. Los signos exteriores de la acumulación de riquezas generan efectos de frustración, resentimiento, odio, venganza y violencia.
Así mismo, la impunidad ante la enorme corrupción, manda el mensaje de que cada quien tiene derecho a buscársela como se le ocurra, sin respeto a ninguna norma y sin temor a las consecuencias de sus actos. La enorme acumulación de expedientes de saqueos y de crímenes atribuidos a grupos de poder político, económico, militar o policial es un estímulo a la descomposición general.
La criminalidad y la inseguridad persistirán hasta que no hagamos conciencia de que urge empezar a reparar las tantas ventanas rotas de nuestro edificio social para reivindicar el orden y el respeto a las normas éticas, sociales y legales que permiten la convivencia armónica de los seres humanos.-