El dominicano tiene la capacidad de ser dos personas en una cuando hay un avión o un barco de por medio. Uno es el que se monta y otro es el que llega. Esa capacidad casi camaleónica de adaptación entre conuco y Farmer’s Market es admirable.

El dominicano que llega al extranjero sabe de pronto para qué son las rayas de cebra. Sabe que no se puede cruzar la calle cuando no está en verde para los peatones. También sabe que si un policía lo detiene, sobornarlo no es la mejor opción. Manejar en el extranjero bajo los efectos del alcohol tampoco es lo más inteligente. Tratar de saltarse la fila es algo impensable. Violar las leyes de tránsito significa una multa segura. Usualmente, si está de viaje y se ve en algún aprieto, tiene que cumplir las reglas, porque no existe la posibilidad de contactar a algún “amigo coronel” que haga una llamada y listo. Se respetan los horarios. Si dice NO ESTACIONE, no nos estacionamos ni a bala, porque no nos interesa que la grúa nos venga a complicar la existencia. Si vemos a un reconocido grupo de corruptos, no tenemos miedo de hacerles saber lo que pensamos de ellos fuera del restaurante donde se encuentran cenando. Y ni pensar en echar basura al piso. Ubicamos el basurero más cercano y cargamos la basura la distancia que sea necesaria, porque ahí donde estamos estas salvajadas no son aceptadas, y punto. Hay que comportarse.

Todas las leyes que cumplimos tan diligentemente cuando estamos en tierra ajena, parecen perder el sentido y el valor cuando volvemos a pisar nuestra amada isla, de la que tan orgullosos nos sentimos. Si hay que cruzar la calle, se cruza por donde estés cuando se te antoja cruzar. ¿Llegar a la esquina, esperar el semáforo, cruzar y devolverte si es necesario? Eso no procede aquí. Esperar a que esté en rojo para los vehículos y verde para los peatones es una pérdida de tiempo, mejor probar suerte y quizá provocar un accidente que esperar los segundos hasta que cambie el semáforo. ¿La policía te paró? Si andas con algo de efectivo, probablemente resuelves rápido, a menos que hayan cambiado al general recientemente. En ese caso, no habrá efectivo que valga, porque las primeras semanas hay que “dar el ejemplo”, pero tranquilo, Bobby, que todo pasa, hasta la fiebre del cumplimiento.

Beber y manejar es tan aceptado que tenemos más de un establecimiento con drive-thru de bebidas. ¿Hacer fila sin intentar que te den trato preferencial o te adelanten? Quizá, pero nunca se pierde nada intentándolo, ¿no? Irse en rojo, o meterse en vía contraria es el pan de cada día. Si se llega al extremo de que te ves en un destacamento, y tienes la suerte de tener algún amigo con influencias, no hay que desesperarse, que es cuestión de minutos antes de que estés de vuelta en la calle realizando las diligencias que te faltan. ¿Establecimientos con límite de horario que siguen funcionando luego de “cerrar” porque uno de los socios es hijo del Mesías (cuyos vientos soplan)? ¡Por supuesto!, y para que no te aburras, puedes fumar adentro.

¿Calles de dos carriles que se convierten en uno porque hay dos filas de autos estacionados a pesar de la acera pintada de amarillo brillante? Donde quiera. ¿Dirigirse a una figura política aún dentro de los límites de lo que permite la ley? Pero, ¿y cómo, si por algo tan sencillo como tratar de ponerle un brazalete de papel en una actividad de colegio te pueden “poner en tu puesto” adentro de una de sus jeepetas? Y la basura se echa en el sitio donde usted quiere deshacerse de ella, y punto. Ese zafacón que está en la esquina es como si estuviera en Saturno.

Quizá el aire de fuera tiene algún componente especial que nos hace portarnos mejor, pero la diferencia es notable. Y son esas pequeñas cosas, esas leyes que deben regular el diario vivir, que elegimos ignorar ya por costumbre, las que podrían ser el principio de un cambio hacia una sociedad un poco más organizada y eficiente. No podemos pedir a otros que respeten nuestras leyes si somos los primeros en romperlas. Cumplirlas implica a veces durar más tiempo para llegar, pagar multas, discutir con un policía que pudo cometer un error, y más situaciones que no son agradables, pero a fin de cuentas, ese esfuerzo extra puede ser la diferencia entre caos y orden.

Nuestra identidad, nuestra dominicanidad, no debería incluir la falta de respeto rutinaria a las medidas que mantienen (o tratan de mantener) el orden. ¿Qué nos cuesta comportarnos en nuestro propio país como nos comportamos cuando visitamos el país de otros? ¿Respetamos casa ajena y no la propia? ¿Por qué cuando visitamos el extranjero, somos ciudadanos ejemplares, pero cuando volvemos aquí, esa conducta se convierte en sinónimo de “pendejo”?