NUEVA YORK – Como educador, siempre estoy buscando “momentos enseñables” –episodios actuales que ilustren y reafirmen los principios sobre los que he venido enseñando-. Y no hay nada como una pandemia para centrar la atención en lo que realmente importa.
La crisis del COVID-19 es rica en lecciones, especialmente para Estados Unidos. Una moraleja es que los virus no andan con pasaportes; de hecho, no respetan en absoluto las fronteras nacionales –o la retórica nacionalista-. En nuestro mundo estrechamente integrado, una enfermedad contagiosa que se origina en un país puede volverse global, y lo hará.
La propagación de las enfermedades es un efecto colateral negativo de la globalización. Cuando surgen crisis transfronterizas como ésta, exigen una respuesta global y cooperativa, como en el caso del cambio climático. Al igual que los virus, las emisiones de gases de efecto invernadero están causando estragos e imponiendo enormes costos a los países en todo el mundo a través del daño causado por el calentamiento global y los episodios de clima extremo asociados.
Ninguna administración presidencial norteamericana ha hecho más para minar la cooperación global y el papel del gobierno que la de Donald Trump. Sin embargo, cuando enfrentamos una crisis como una epidemia o un huracán, recurrimos al gobierno, porque sabemos que esos acontecimientos exigen una acción colectiva. No podemos hacerles frente por cuenta propia; tampoco podemos depender del sector privado. Muy a menudo, las empresas que maximizan las ganancias verán en las crisis oportunidades para hacer subir los precios, como ya se evidencia en el alza de los precios de las mascarillas faciales.
Desafortunadamente, desde la administración del presidente norteamericano Ronald Reagan, el mantra en Estados Unidos ha sido que “el gobierno no es la solución a nuestros problemas, el gobierno es el problema”. Tomarse ese mantra en serio es un callejón sin salida, pero Trump ha avanzado por ese camino más que cualquier otro líder político norteamericano que se recuerde.
En el centro de la respuesta estadounidense a la crisis del COVID-19 está una de las instituciones científicas más venerables del país, los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC), donde tradicionalmente han trabajado profesionales comprometidos, experimentados y altamente entrenados. Para Trump, el político más ignorante de todos, estos expertos plantean un serio problema, porque lo contradirán cada vez que intente inventar hechos para satisfacer sus propios intereses.
La fe puede ayudarnos a lidiar con las muertes causadas por una epidemia, pero no es un sustituto del conocimiento médico y científico. La fuerza de voluntad y las oraciones no sirvieron de nada para contener la Peste Negra en la Edad Media. Afortunadamente, la humanidad ha hecho enormes progresos científicos desde entonces. Cuando apareció la cepa del COVID-19, los científicos rápidamente pudieron analizarla, someterla a pruebas, rastrear sus mutaciones y empezar a trabajar en una vacuna. Si bien todavía hay mucho que aprender sobre el nuevo coronavirus y sus efectos en los seres humanos, sin la ciencia, estaríamos completamente a su merced, y ya habría cundido el pánico.
La investigación científica exige recursos. Pero la mayoría de los mayores progresos científicos en los últimos años han costado monedas en comparación con la generosidad impartida por Trump a nuestras corporaciones más ricas y los recortes impositivos de 2017 de los congresistas republicanos. Por cierto, nuestras inversiones en ciencia también languidecen en comparación con los posibles costos de la última epidemia para la economía, para no mencionar las pérdidas de las bolsas.
De todos modos, como señala Linda Bilmes de la Escuela Kennedy de Harvard, la administración Trump ha propuesto recortes al financiamiento de los CDC año tras año (10% en 2018, 19% en 2019). A comienzos de este año, Trump, dando muestras del peor sentido de la oportunidad imaginable, exigió un recorte del 20% del gasto en programas para combatir enfermedades infecciosas y zoonóticas (es decir, patógenos como los coronavirus, que se originan en animales y saltan a los seres humanos). Y en 2018, eliminó la junta directiva de seguridad sanitaria y biodefensa global del Consejo Nacional de Seguridad.
No sorprende que la administración haya demostrado estar mal preparada para lidiar con el brote. Si bien el COVID-19 alcanzó proporciones epidémicas hace unas semanas, Estados Unidos ha dado muestras de una capacidad de diagnóstico insuficiente (inclusive comparado con un país mucho más pobre como Corea del Sur) y de procedimientos y protocolos inadecuados para tratar a los viajeros potencialmente expuestos que regresaban del exterior.
Esta respuesta mediocre debería servir como otro recordatorio de que más vale prevenir que curar. Pero la panacea universal de Trump para cualquier amenaza económica consiste simplemente en exigir más flexibilización de la política monetaria y recortes impositivos (normalmente para los ricos), como si recortar las tasas de interés fuera todo lo que se necesita para generar otro auge del mercado bursátil.
Hoy es mucho menos probable que este tratamiento de curandero funcione como lo hizo en 2017, cuando los recortes impositivos crearon un estímulo económico de corto plazo que ya se había desvanecido cuando entramos en 2020. Con tantas empresas norteamericanas que enfrentan alteraciones de las cadenas de suministro, es difícil imaginar que de pronto decidieran hacer inversiones importantes sólo porque las tasas de interés fueron recortadas 50 puntos básicos (suponiendo, por empezar, que los bancos comerciales trasladaran los recortes).
Peor aún, los costos totales de la epidemia para Estados Unidos todavía se desconocen, particularmente si no se contiene el virus. A falta de una licencia paga por enfermedad, muchos trabajadores infectados a los que ya les cuesta llegar a fin de mes van a presentarse a trabajar de cualquier manera. Y a falta de un seguro de salud adecuado, se mostrarán reacios a realizarse estudios y solicitar tratamiento, para que no les lleguen facturas médicas gigantescas. No debería subestimarse la cantidad de norteamericanos vulnerables. En la administración Trump, las tasas de morbilidad y de mortalidad están en aumento, y unos 37 millones de personas regularmente padecen hambre.
Todos estos riesgos aumentarán si cunde el pánico. Para impedir que esto suceda hace falta confianza, particularmente en quienes tienen la tarea de informar a la población y responder a la crisis. Pero Trump y el Partido Republicano han venido sembrando desconfianza hacia el gobierno, la ciencia y los medios durante años, mientras que les dieron rienda suelta a gigantes de las redes sociales ávidos de ganancias como Facebook, que a sabiendas permite que su plataforma sea utilizada para propagar desinformación. La ironía perversa es que la respuesta torpe de la administración Trump minará la confianza en el gobierno aún más.
Estados Unidos debería haber empezado a prepararse para los riesgos de la pandemia y del cambio climático hace años. Solo una gobernanza basada en ciencia sólida puede protegernos de estas crisis. Ahora que ambas amenazas penden sobre nosotros, es de esperar que en el gobierno todavía queden suficientes burócratas y científicos dedicados que nos protejan de Trump y de sus secuaces incompetentes.