Agarraron a McCartney y lo desfifarraron por su última producción Egypt Station, algo entendible por muchas razones que no vienen al caso. Algunos argumentaron que esperaban un globo aerostático que los condujera a una suerte de revelación. Otros querían una pieza más allá de la azotea de los 60’s. Insistieron que ni siquiera el arte –que lo pintó el mismo artista– servía para ser enmarcado en algún lugar bonito (estas no son sus palabras).
Un montón de gente –que sabe muy bien donde comenzar un negocio pero no de fast food–, entendió el universo de una industria musical repleta de contradicciones. Sus raíces tenían que fundamentarse en ganancias netas: gente que vendió diez millones de discos, pudo ser vista en un lugar muy distante de Mónaco sin la pertinencia de un techno a las diez de la noche o una cadena refulgente. El tipo pensó que con una cuenta bancaria abultada lograría entrar en una dinámica de paz, tranquilidad y confort, pero finalmente se dio cuenta que el stress nunca se había ido de su vida. Terminaría volviendo a los mismos bits. Dejar caer esa moneda ahí te garantizaría supuestamente –quien se habrá inventado la historia?– un futuro de grandes celebraciones y éxitos ebullicientes.
Sostiene una iniciada en temas muy profundos, –que no sabe nada de I Believe you– que el stress sociológico que se vive en Santo Domingo no proviene de los innumerables tapones en horas pico, sino de unos “misterios sociopolíticos” que hay. La gente reacciona ante un mundo que no termina en el concepto para nada irreal no ya del jartarse sino el del quillarse. Son dos connotaciones muy diferentes.
Me preguntó alguien sin ningún interés de ser contestataria pues es muy prudente: cómo es posible que yo me levante a las 6 de la mañana y entre en una faena laboral (de ocho horas), para poder llegar a fin de mes, y un funcionario astuto –sin necesidad de entender una sola canción de Liam Gallagher– pueda lograr en diez días un “negocito” que lo conduzca a tres meses de vacaciones (en una playa distante y con la mejor gastronomía)? Ella tenía razón.
Fue cuando intentamos comprender qué ocurría en la conciencia de un artista, sea este de la tendencia que sea: liberal, neoconservador, antisistema, heidiggeriano, rebelde, poético, esencialmente literal, de la escuela de viena o meramente positivista para no decir de los nihilistas, y una larga pléyade. El tipo –que no sabe nada de Lena Headey– no tiene la más mínima preocupación financiera. Por una persona de un restaurante de Santo Domingo, que dizque para “adaptarse” había empezado a oír a Trio Matamoros y a The Cardigans (qué mezcla más chula), me enteré –grosso modo– que todo podía cumplirse en los planes de nuevo año de cada quien. Teníamos la efectividad de un acorde muy parecido a la visión artística de cierto iniciado que me dijo cientos de años atrás que eso del Haikiu era una cosa que dominaba bien como la gente las aplicaciones del Iphone (hay muchos que las bajan y no saben usarlas, solo para que estén bonitas ahí). Por cierto, el tipo sabía mucho del trio matamoros, autores de Mama, yo quiero saber de dónde son los cantantes. La realidad era esta: la chica decía que eran buenos artistas –más que el trio los Panchos?– porque su papa era adicto a esa música. Su comportamiento era indicador de cierta costumbre moderna: miraba al celular 60 veces en media hora, pero no entraba ni a Spotify ni a Itunes. Nos explicaron que “el disco no era malo, que los malos eran los oyentes”.
Fue cuando, tomando las cosas con cierto sentido de análisis, –eso sucede como cuando Kendall Jenner emite un juicio de marketing, por ejemplo– nos enteramos que no era cierto que el voto era libérrimo del todo: estás condicionado por donde quiera que lo veas, la propaganda hace su trabajo. Eso que habíamos sostenido que en un hobby estaba escondido ese extraño conocimiento que nos permitiría entrar en el territorio de “la botadera del golpe”, ese “vellocinio de oro” que se consigue viviendo donde los otros vacacionan –un hastash muy usado en las cuentas de Instagram–, no era un asunto que fuera bien explicado a través de la publicidad que consumimos como si fuera la mejor pizza o los últimos gadgets tecnológicos. Aclaro: hay lugares estratégicos donde hacen una pizza que ni caramelo que fuera. Le ponen más queso que en Indianapolis, porque eso de comer pizza no tan convincente como que no es tan efectivo.
No hay tiempo para saber lo que hace todo el mundo en todas partes. Algunos –no los más viejos– suponen que no hay un gánster en una calle oculta de Bangok. La razón es sencilla: son cientos de miles de copias (realmente son millones). Queda claro que uno se encuentra en las redes sociales, y en los medios de comunicación masivos, revistas y no revistas, páginas y no páginas, todo tipo de cantante nuevo. El de esa noche era un cantante fatal que estaba vendiendo muy bien en el mercado. El tipo en ninguna forma es dominicano, y no tiene nada que envidiarle al sonido de un tren. Lo supersónico no siempre se da en una misión acústica cuya misión es hacerte pasar un rato de ocio agradable sin tanto dramatismo y tanto pesimismo ni lloradera por lo que ocurre a tu alrededor porque si te llevas del pesimismo este no te permitirá proponer soluciones que mejoren la vida de nadie, como sí hacen algunos políticos decentes y algunos empresarios conscientes de su papel en la historia. Estas consideraciones –entre otras–, nos permiten entender, a la larga, las más íntimas de las reproducciones en esos bordes de resonancias elocuentes que todos entendemos en Spotify, ITunes media player y otras plataformas de administración digital de contenidos.