La verdad es que somos un pueblo asustadizo. Se nos ponen los pelos y de punta y comenzamos a gritar por cualquier tontería, por ver una asquerosa cucaracha, un ciempiés, un minúsculo escorpión, una simple cacata, o un pendejo ratón. Menudo lío se está armando por encontrar dos pitones de ascendencia birmana que iban como turistas curiosas a conocer el monumento de Santiago, y lo más probable es que tengan visa gringa y certificado de nacimiento de Miami.

¡Señores! menos alharaca por un par de culebrillas, aunque midan cinco metros o más, que se pueden comer un becerro y hasta un campesino con una gran barriga jarta de arroz vacío. Por esto tan simple no deberíamos alarmarnos tanto.

Aquí ya estamos acostumbrados a convivir con animales mucho más peligrosos aún, capaces de tragarse no una persona, sino un pueblo o un país entero, sin eructar ni echarle un poco de aceite y sal, y cuya característica principal es que son de dos patas y dos brazos, andan a pie, o montados en conchos, en carritos desvencijados o modestos, y sobre todo, en cómodos asientos traseros removibles de lujosas yipetas.

Como los tigres de barrio, devoradores de gatos bien alimentados, especie de mucho cuidado y muy abundante por estar en franca expansión reproductiva. También, monos salvajes y aulladores que en el Congreso van haciendo a cada rato piruetas, disparates y morisquetas, saltando de escaño en escaño, o armando pleitos entre ellos que acaban a puros rabazos. O los leones políticos rugientes que andan sueltos cazando noche y día por las tribus y aldeas del país a votantes ignorantes o necesitados. Esos sí son depredadores de verdad.

O caimanes, muchísimo más grandes que los que pasean por Sabana Perdida, los cuales, disimulados bajo las aguas turbias de los negocios y con las fauces abiertas de par en par, están esperando a que consumidores indefensos se acerquen lo suficiente para despedazarlos y engullirlos. O puercos cimarrones, tan astutos y experimentados que no se rascan nunca en jabilla, pero acaban comiéndose todo lo que encuentran por delante. O de culebros viejos que en tratos y acuerdos políticos o comerciales, son tan escurridizos que nunca caen en lazos.

Esos sí son peligrosos y están todos los días entre nosotros, paseando, hablando, saludando, dando la mano, y sin embargo no les mostramos miedo alguno, ni somos capaces de capturarlos para enjaularlos o amaestrarlosdebidamente, y hasta los admiramos, los abrazamos tiernamente cada cuatro años, o incluso los tenemos deconsentidas mascotas en palacios o instituciones rimbombantes, pagando sus onerosos mantenimientos.

Si las pitones birmanas se escaparan buscando sus espacios naturales de libertad, lo más probable es que en menos que se dice berenjena enajenada, acabarían siendo aceite para curar la artritis, o el pecho apretao, o en pócimas para remedios de mil amores locos no o correspondidos en boticas de santeros, y sus largas, hermosas y exóticas pieles, vendidas a turistas puertorriqueños o españoles en el mercado de la Mella por un puñado de pesos o dólares.

Si las  pitones supieran el peligro que corren por aquí, donde hay tanta fauna y flora salvaje, se hubieran quedado en sus everglades de la Florida, con todo y que las están cazando sin tregua alguna por ser una especie invasora que está acabando con los animales autóctonos de por allí, correrían menos peligro que si se intentaran refugiarseen un bello y frondoso bosque del Cibao. De eso pueden estar seguras, las pobres.