El destape de Carlos Amarante Baret, Ministro de Interior y Policía, ha causado gran revuelo. No porque  diera una primicia sobre la  violación al  derecho a la privacidad, puesto que aquí tenemos bien sabida  la afición del  poder a las intervenciones telefónicas.  El asombro se produce porque es el ministro más vinculado a las fuerzas del orden y a los organismos de seguridad quien comete el desaguisado. Habló sonriente y con tufillo represivo, señalando al Movimiento Verde, sin fundamentarlo, como grupo subversivo.  A estas horas, en cualquier país que  se respeten las leyes, el presidente habría despedido al ministro, y el congreso estaría exigiéndole explicaciones sobre la supuesta  conspiración.

Sabemos que el pinchazo es hábito, casi adicción, de políticos y millonarios. Hasta el punto que cualquiera que asume algún tipo de liderazgo o tenga relevancia pública, da por sentado que está siendo intervenido. No sólo los servicios de seguridad del Estado espían. Espían con mayor eficiencia compañías privadas, portando “carte blanche” del gobierno de turno. Operan a su antojo.  Nuestras conversaciones  pueden oírla  “Vicente y otros veinte”. Si  Amarante no fuese tan cercano al presidente, ni ocupara el ministerio que ocupa, y no existiera el Movimiento Verde, nadie habría hecho caso a una noticia tan vieja.

Lo que viene, va.  A los personajes del gobierno los pinchan también, y se pinchan entre ellos. Lo hacen descaradamente, tomando tragos y  cherchando. Ríen con las intimidades de sus compañeros, con sus  infidelidades y perversiones; gustan de estar al tanto de posibles traiciones y deslealtades. Y otro embrollo que conoce bien cada funcionario: el poder económico, sus socios comerciales, les tienen el pinche adentro. Están “asechaos”.

La historia del pinchazo dominicano comienza con la llegada  del teléfono a nuestra tierra. Fueron las operadoras telefónicas, aquellas que manejaban esas clavijas que entraban y salían de un tablero lleno de agujeros, las pioneras.  Primero, chismeando conversaciones ajenas y, luego, reportándoselas a los servicios de seguridad, cobrando o sin cobrar. No ha existido un solo gobernante dominicano que no  se haya entretenido escuchando grabaciones ilegales.

Sin embargo, hasta hace unos días, ninguna autoridad se había atrevido a confesar por televisión la  violación rutinaria del Artículo 12 de los derechos humanos: “Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques.”

La barbaridad del antiguo ministro de educación – ahora bautizado como de “intimidades y desestabilizaciones” –  ha sido oficializar la violación del Estado de derecho con tonalidades represivas. Tanta franqueza no conviene en la actual circunstancia. Aun desesperados, atrapados, con gente protestando en las calles, y la lista por llegar desde Brasil, los del PLD  deben controlarse y  mantener apariencias de legitimidad y democracia.

Creyó el filósofo Heráclito, apodado “el oscuro”, que la hidropesía que sufría podía curarse  hundiéndose hasta el mentón en el estiércol. Y así lo hizo. No se curó: salió del hoyo moribundo y embarrado.  Todo parece indicar, por lo  que estamos viendo y oyendo,  que la gente de palacio con sus   estrategias,  alarmas, y detalles represivos, terminara igual que el filósofo griego.