Pierre Menard, autor del Quijote es quizás, junto con El Aleph, uno de los cuentos más leídos de Jorge Luis Borges y uno de los más analizados por la crítica literaria. Su popularidad entre los críticos literarios no sorprende: este cuento, aparte de contener todos los fundamentos de la teoría de la creación literaria de Borges, es, en sí mismo, una crítica literaria puesta en escena narrativamente. 

Su trama es sencilla, aunque “esconde una de las estructuras metanarrativas más complejas de la ficción postmodernista y un precedente claro de la teoría de la recepción y del posestructuralismo” (Santiago Juan-Navarro): Menard, un desconocido autor simbolista francés, se propone reescribir literalmente, sin copiarlo, el Quijote de Cervantes. Según nos cuenta el narrador/critico –que no es más que el alter ego de Borges-, Menard “no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran ­palabra por palabra y línea por línea­ con las de Miguel de Cervantes”. La idea era lograr un Quijote idéntico al de Cervantes pero propio de Menard.

¿Cuál es la teoría literaria detrás del Menard de Borges? Para responder esta pregunta, citemos una carta que Menard le envía al crítico-narrador: “Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal: a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote”. 

Lo que nos dice Borges aquí es que la literatura existe en el acto de la lectura; que “hay tantas Biblias como lectores de la Biblia”; que “cada lectura de un libro, cada relectura, cada recuerdo de esa relectura, renueva el texto”; que un mismo texto puede interpretarse de múltiples maneras; y que los mejores textos son los textos no escritos definitivamente sino “escribibles” (Roland Barthes), “obras abiertas” (Umberto Eco) donde el lector, situado en el contexto histórico/cultural donde se encuentre (Hans Georg Gadamer) colabora con el autor en la escritura de una obra vía su lectura interpretativa o “deconstrucción” (Jacques Derrida) que parte de una determinada precomprension del texto (Gadamer).

En este punto muchos lectores ya habrán entrevisto, visto el título de este artículo, la relevancia de las teorías literarias tal como emergen del Menard de Borges para la interpretación de los textos legales. En torno a la conexión entre la literatura y el Derecho han escrito juristas tan disimiles como Richard Posner (Law and Literature. A Misunderstood Relation) y Ronald Dworkin (A Matter of Principle, El imperio de la justicia, y Tomando los derechos en serio). Lógicamente es imposible por razones de espacio abordar en esta columna a ambos autores con la profundidad y el detenimiento que merecen. 

Baste por el momento remarcar que en el Menard de Borges nos encontramos grosso modo con dos escuelas opuestas de interpretación constitucional. Por un lado, los textualistas/originalistas para quienes el texto constitucional significa lo que significaba en el momento que fue escrito por sus redactores y, por otro lado, los mal denominados “interpretativistas”, quienes sostienen que los textos constitucionales deben ser interpretados partiendo de su “textura abierta” (H. L. Hart), en tanto cláusulas abstractas que operan como principios abstractos de moralidad, como “conceptos” en lugar de “concepciones” (Dworkin) y que deben ser interpretados de modo dinámico mediante su actualización cada vez que requieran ser aplicados. Quien, por ejemplo, parta del textualismo/originalismo a la hora de interpretar la cláusula de la Constitución estadounidense que prohíbe los “castigos crueles e inusuales”, considerará perfectamente constitucional la pena de muerte, pena que no era estimada un castigo ni cruel ni inusual en el momento de la redacción de la cláusula, en tanto quien asuma una interpretación dinámica de la Constitución podrá entender que, en el siglo XXI, la pena de muerte es una pena totalmente cruel, inusual e inhumana. 

No hay dudas que Borges se decanta por una interpretación dinámica y principialista pues, como confiesa el argentino, “atesorar antiguos y ajenos pensamientos… es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie”, dado que “pensar, analizar, inventar… son la normal respiración de la inteligencia” (Borges 1996). Sin embargo, esta interpretación dinámica tiene sus límites en la propia teoría interpretativa incorporada a la Constitución, que obliga al uso de determinadas técnicas interpretativas en ciertos casos (favorabilidad, ponderación, etc.), por lo que todo paradigma interpretativo, para ser constitucionalmente admisible, debe ser necesariamente constitucionalmente adecuado a la Constitución que se interpreta, en nuestro caso, la dominicana.