En los tiempos de la desidia y el frío busqué excusas cualquiera para escanearte. Con el ánimo cabizbajo resuelvo el complicado rompecabezas que es mi existencia pobre sin el cuerpo de vos, que era nuestro cuerpo y ahora, con tu poesía y tus trucos de magia y distancia te llevas de aquí. Para no odiarte te escribo un sueño o un recuerdo. Estamos en un andén, vos y yo, es NYC o Den Haag. Saco una lata de sardinas del bolso y te matas de la risa. Las sardinas son buenas, quizás no tanto como el atún. Te dan náuseas dices. Que nada más las aguantas en un plato llamado “Locrio” y que viene de una violencia ancestral. Dices “Locrio” y dentro del sueño me arranca un sabor y un olor y busco adjetivos para hablar de un conconcito, de unas habichuelas rojas graneadas con mucho cubanela, tostones y amarillos, ensalada rusa, y una tremenda tajada de aguacate. Un plato que haría estremecer al mismo Cristo Jesús. Nos besamos. Llega el tren. Y lo dejamos pasar, entregados en levedad, sencillos y a la vez polvo de estrellas, dueñas tus manos de un disimulo escandaloso.
Y pasaron los años, y entendí que éramos, muy jóvenes quizá, para aprehender, o sea, que el asunto era entregarse, desde el estómago hasta la tráquea o la masmédula, o sea, que había que reconstruir los puentes a partir de los escombros de noches sin pasión, o sea, que no había que resignarse a perder, o sea, que había que aferrarse con los dientes cono un lobo moribundo que apretase sus dientes por última vez, o sea, que la locura era totalmente necesaria para arrinconarse en tu nuca, o sea, que podíamos ser uno y nadie a la misma vez, y dormir en camas separadas, o sea, a varios trenes de distancia, o sea, uno para el otro, o sea, agua bendita e incienso, o sea, locrio de pica pica, o sea, sardinas, o sea, perro y gato, o sea, carne y uña, o sea, uña y mugre, o sea…