Desde que se hicieron novios se juraron eterna fidelidad, y cuando se casaron ratificaron su compromiso. Además, se prometieron que el día en que muriera uno de ellos, el otro debía procurar su fallecimiento de inmediato, no importaba la forma elegida. La mujer murió primero, después de treinta años de un matrimonio sin hijos y de una inquebrantable fidelidad conyugal. Pocos días después, de manera secreta el hombre ingirió tal cantidad de arsénico que bien hubiera eliminado a una procesión de elefantes, pero el suicida no sintió la más mínima molestia estomacal. El hecho lo sorprendió amarga y sinceramente, aunque varios días después se aterrorizó cuando al dispararse una bala de revólver en la sien derecha, advirtió que el proyectil no le produjo ni un rasguño. Así fue ensayando todas las formas posibles de cumplir su juramento marital: se lanzó a las profundidades del Mar Caribe, y aunque no sabía nadar, salió braceando con tal destreza que hubiera provocado la envidia del más experimentado nadador. Luego se arrojó del puente más alto de su ciudad, sin que se lastimara una uña. Después se le atravesó a una patana a alta velocidad. El conductor del vehículo casi muere de asombro al ver al hombre levantarse ileso de la autopista y sin una gota de sangre, después de haber sido impactado y luego aplastado con terrible contundencia.

Sus vecinos, ignorando sus solitarios empeños suicidas, lo veían languidecer en su casa de viudo sin hijos, y decían: -Ese hombre se está consumiendo de tristeza por la muerte de su señora, y no es para menos porque se querían tanto.

Varios meses después de haber renunciado a sus intentos de cumplir con lo acordado, y ya creyéndose invulnerable e inmortal como Dios, se le ocurrió hacer lo que probablemente nunca habría hecho en vida de su consorte: recaló en el prostíbulo Sagrado Corazón de Jesús, regentado por la memorable Lucía Agramonte, alias “Luz Patao”. Allí contrató los servicios amatorios de una muchacha recién reclutada y en el punto exacto de su esplendor. Horas después regresó a su casa, libre de culpas y remordimientos y convencido de que al día siguiente volvería a encontrarse con la misma jovencita, o con otra de las tantas mercancías que ofertaba a su pueblo la emblemática traficante de carnes Lucía Agramonte. De inmediato el hombre se acostó en su cama matrimonial, pleno de felicidad y autoconvencido de su nueva condición de divinidad terrenal. No bien había avanzado algunos trechos por el trayecto del sueño cuando el fantasma agresivo de su mujer lo despertó a golpes de manos, arañazos y gritos, y reclamándole el hecho de que aún estuviera vivo y que además la hubiera engañado con otra mujer. Cuando encontraron el cadáver mansamente reposando sobre el lecho común y sin ningún signo de violencia física, a nadie se le ocurrió pensar que algo distinto a la tristeza por la ausencia de la que había sido su esposa, fuera la causa de su fallecimiento.