En mi casa tuvimos perros de distintos nombres. Por alguna extraña razón parece ser que la nomenclatura de sonidos al llamarlos determinaba sus personalidades perrunas. Recuerdo sobre todo a tres de ellos. El primero, Urano, era un perro melancólico. Un tanto distraído y pesado, de bonito rabo y copioso pelo, dormía bajo un hermoso arbusto de grosellas. Murió sin llamar la atención, silencioso, así como vivió. El segundo de los perros se llamaba Kaiser. Se sabía poseedor de atributos físicos de innegable belleza. No era altanero, pero si erguido y de trotar pausado. Cuando lo llevábamos a la playa era todo un espectáculo a la vista de los demás bañistas. Su muerte fue muy triste, se le formaron bolsas en la coyuntura de sus patas y toda la altivez que antaño mostrara en la juventud se vio mermada al final de sus días.
El último de todos se llamó Diablo. Era un perro irascible, de difícil carácter y escasa comunicación. Se asumía a sí mismo como un satélite independiente, nadie podía considerarse su elegido. Tan sólo una señora muy mayor, llamada doña Mercedes, podía meter sus manos en su plato de comida y hasta alejarlo del mismo para elegirle un buen hueso. La anciana vivía sola en una habitación, hasta que un día sus familiares decidieron llevarla al geriátrico. No sé, ni creo que nunca pueda llegar a saber, qué soledad compartida unía a doña Mercedes con Diablo, pero había en sus miradas un lejano brillo que resplandecía entre ellos. Nuestro perro murió pocos días después de que ella fuera a vivir al geriátrico, años después también murió Mercedes. Si el mundo se ordenara de acuerdo a un plan divino, imagino que Diablo debe de estar a esta hora, a su lado, a su diestra en el paraíso.
Pero como todo en esta vida tiene un filo gracioso, les cuento que en mi casa vivía una prima que estaba pasando por un momento de fuertes tribulaciones, ya que no sabía cómo lidiar con un amor indomable que la arrastraba por los corredores de su alma. A raíz de esa situación le dio por ir a la iglesia más cercana a confesarse cada cierto tiempo con el párroco. Una de esas tardes en las que ella iba a confesar sus pecados, la siguió hasta la iglesia Diablo. Una vez que ella estaba confesándose, no se dio cuenta de que le tenía tumbado junto a ella. En ese instante el silencio arropaba la iglesia, todo el mundo estaba concentrado en gran recogimiento espiritual, cuando, de repente, Silvia se dio por enterada de que le tenía a su lado y gritó sin medir las consecuencias: —¡Diablo, aléjate de mí!
El susto fue colectivo, nadie asoció tal nombre con el animal, lo que provocó que el padre airado le dijera a mi querida prima que se marchara de la iglesia y que no volviera jamás con ese enigmático perro.