Los lunes por la mañana los colegas suelen comentar cómo los trató el fin de semana: el partido del domingo, restaurantes, bares, desveladas, mañanas enredadas a la almohada, al novio, a la novia, a la resaca; en fin, nada fuera de lo normal.

Sin embargo, alguien habló de una fiesta de cumpleaños a la que había llevado su adorado Colty (un perro). Pensé que no había escuchado bien, así que interrumpí lo que estaba haciendo y agucé la oreja y sí, se trataba de una celebración en honor a un mentado Furris; quien cumplía un año de vida.

Al parecer fue una fiesta por todo lo alto, había regalos, pastel, velitas y amigos (perrunos). No pregunté por la piñata. No me imagino a los canes pegándole a una, deseosos de sacarle croquetas con sabor a chocolate, dulces en forma de chuletón, gomitas con figuras felinas. Claro, la piñata puede romperse también a dentelladas…

Luego me acordé de Martín Caparros o, mejor dicho, de uno de sus libros: Ahorita. Apuntes sobre el fin de la Era del Fuego, donde hay varios capítulos dedicados a la relación que el hombre tiene con sus bestias. Al respecto, menciona que la presencia animal le permitía desde siempre sobrevivir: Los perros cuidaban sus ovejas; las gallinas le daban huevos; las vacas, la leche, el abono; los gatos se encargaban de las ratas y por su parte burros, caballos, elefantes, camellos (según las geografías) le ayudaban a ir de aquí para allá, con todo y sus pesadas pertenencias.

Actualmente los perros, apunta el argentino, sirven, sobre todo: «como receptores de ese amor que tantos no saben a quién dar». Por eso les compramos un suéter en invierno; los llevamos al peluquero para que los lave, los cepille, los perfume; les dejamos sorpresas envueltas junto al arbolito de navidad y, claro; celebramos sus cumpleaños. Las pruebas del amor que incluyen croquetas, filetes, techo, caricias cotidianas, dolorosas idas al veterinario, cuestan un poco más de 100,000 millones de euros al año. ¿Será mucho?

Toda esa plata es para los 600 millones de lanudos que nos acompañan. La cifra se la achaca a un tal Stanley Coren. Supongo que esas cuentas no consideran a los perros sin amo, los que andan sueltos en las feas calles de los países no ricos, esos sólo reciben palos. Por lo menos en México, el mentado perro callejero es objeto de burlas, vive con el temor de ser convertido en perrocoa o de terminar al interior de un taco de la mejor carne.

Una vez, una chica, me habló del sufrimiento de su perro cuando se iba al trabajo. En cierta ocasión, una tormenta puso tan mal al animal (verso sin esfuerzo) que éste rompió los vidrios, ¿de las puertas, de las ventanas?, tratando de huir del agua, del ruido del trueno. Desde ese momento fundacional, ella y su novio decidieron inscribirlo en una guardería, ahora es otro, presumen con orgullo.

Es más, cuántas veces no nos han dicho que la fidelidad canina supera por mucho a la de nuestra especie. Quién no conoce esa historia, la del perro que acompaña a su dueño al hospital y que no se mueve de allí hasta que la pena también acaba con él. Aquella otra, también universal: Los papás de Fulanito están cansados de su chucho. Entonces un día, el papá hace subir a la bestia al carro y maneja hasta donde la ciudad se vuelve basura, polvo, baldíos. Allí libera a Pulgosín, quien corre ingenuamente por un pedazo de hueso que le acaban de lanzar. No ve que papá arranca y da la media vuelta. Una semana más tarde, ¿o dos o tres?, Pulgosín, cuya orientación supera con creces a la de googlemaps, aparece sediento y, cómo no, con un olor a perro abandonado. Rasga la puerta, menea la cola, ladra de puro júbilo y los chicos (y también los grandes) lo abrazan y se arrepientan y juran que nunca más y… Además, son rete obedientes. Un amigo sacaba a flote los regaños maternos cuando no hacían caso: «ese perro mugroso me obedece más que ustedes», gritaba la santa mujer, al borde de la desesperación.

En fin, la charla duró más de lo normal. Luego derivó en los distintos tipos de razas, que yo tengo uno así asá, que los no sé qué son cariñosísimos. No quise mencionar a Amores perros. Para qué amargarle la emoción con una película que dejó de ser novedosa, aunque haya marcado los inicios de Iñárritu y del actor Gael García Bernal (las chicas aullaban al verlo). No le quise decir que en ese film, los perros se mataban entre sí en peleas clandestinas o que seguían a un vago que asesinaba por encargo. Preferí escuchar con lujo de detalles el sabor de los cup-cakes, las sonrisas en el parque y lo mejor, la cita para el siguiente cumpleaños: en abril le toca a Toti, qué emoción.