La Marcha de Zacatecas era la señal para que la fanaticada se pusiera a ladrar y a emitir aullidos… de júbilo. Entonces aparecía un luchador fuerte, de pelo alborotado y con chaleco y botas únicas, de borrega, de piel de becerro, de encanto kitsch. Era el Perro Aguayo, uno de los consentidos del pancracio.
El mes de julio no trajo sólo el consabido calorón, sino también la muerte de don Pedro Aguayo Damián, mejor conocido como el Perro, que murió el pasado miércoles tres. Un gladiador rudo pero con mucho corazón, que antes de iniciarse en las artes de picar ojos y aplicar candados, amasaba bolillos en una panadería.
De extracción humilde, nació en una ranchería de Nochistlán, en el estado de Zacatecas, el 18 de enero de 1946. Por eso, cada vez que subía al ring le tocaban la Marcha del compositor Genaro Codina, para celebrar sus orígenes.
A falta de una máscara deslumbrante tenía sus botas de pelambre. Según contó en alguna entrevista, fueron el resultado del ingenio ya que, como no le alcanzaba para comprar unas «normales», su padre agarró lo primero que encontró: unas pieles vistosas y calientitas. Eso sí, cuando la máxima autoridad del ring las tuvo enfrente, tardó en dar «su visto bueno». En una ocasión, don Perro fue a pelear al Japón y quiso usar unas normalitas. Ni se le ocurra, le dijeron, no puede subir al encordado sin sus botas de peluche.
Una de las peleas memorables de Perro Aguayo fue la que tuvo contra Santo, en octubre de 1975. Una semana antes, el Can de Nochistlán lo había derrotado, así que pactaron la revancha: Máscara contra Cabellera. El resultado lo podemos prever, pero el ídolo de Plata sufrió y mucho, para vencer las dentelladas del rudo zacatecano que, en menos de 5 minutos ya se había llevado la primera caída.
Otra lucha espectacular fue en la que desenmascaró a Máscara Año 2000 en la Plaza de Toros México, en abril de 1993. Konan corrió la misma suerte, aunque también se quedaría con la canina cabellera. Se enfrascó en intensos combates no sólo con Santo, sino también con su hijo, Sangre Chicana, Fishman, el Solitario o los Hermanos Dinamita.
Yo no tuve la suerte de verlo luchar en vivo, aunque una vez lo distinguí en el aeropuerto y luego en el avión. No me acerqué, pues era un adolescente insufrible que desdeñaba el teatro de la teología a topes, como llamaba Monsiváis a las luchas, pero si vi a su hijo y a su banda, que tenían ecos de su fiereza: los Perros del Mal. Irrumpían a puro golpe desde antes de subir al encordado y amenazaban a sus oponentes con sentencias del tipo: ¡Dios perdona, los Perros no! Triste fue el final del Hijo del Perro, con apenas 35 años, combatía en la Arena de Tijuana y recibió un golpe de Rey Mysterio…murió horas después en el hospital; en marzo de 2015.
«Los quiero un chingo», así se despedía el Perro de los niños que buscaban un autógrafo; de las mujeres, que intentaban acariciar su chaleco (o sus pectorales); de los hombres, que lo admiraban a prudente y respetuosa distancia. Nosotros, responde el graderío, te extrañaremos igual…