Recientes publicaciones aseguran que el Colegio Dominicano de Periodistas (CDP) trata de lograr apoyo para una reforma que haga efectiva la protección de la profesión del periodismo asediada por la incursión de mercenarios y hasta sicarios de la palabra hablada y escrita y por la corrupción que circula por el sistema sanguíneo nacional en medio de un panorama caracterizado por la ausencia de ética de la comunicación.
Hay razones para temer que a los periodistas dominicanos se nos hizo un poco tarde para las legítimas regulaciones del ejercicio profesional, no para limitar la libertad de prensa como aún entienden algunos confundidos de buena fe y muchos que limitan a una absoluta libertad de empresa.
El debate es viejo y hasta desfasado. Es falso que la profesión de periodista no pudiera ser protegida sin lesionar la libertad de expresión, que es fundamental para todos los seres humanos y cuya defensa era el primer mandato de la Ley 148 del 30 de junio de 1983. Es tan irrenunciable el derecho a la libertad de prensa, como el derecho a la libre enseñanza. A nadie se le puede prohibir enseñar, pero para ejercer como maestro hoy día se requiere una carrera universitaria y hasta postgrados, tanto en las escuelas públicas como en las privadas.
Cuando en 1970 el Primer Congreso Nacional de la Prensa postuló la profesionalización del periodismo y la creación de un colegio profesional, con un código de ética y un instituto de protección social, lo que perseguíamos era fortalecer la libertad de prensa consustancial con el derecho de todos a la información. El único requisito para el acceso a la profesión era a futuro la formación universitaria, porque en lo inmediato se reconocía a todos los que la ejercían, puesto que no se buscaba excluir, sino promover el estudio de la comunicación social.
El colegio periodístico dominicano era casi simbólico, un simple registro de los profesionales, sin ninguna obligación de participación, en vez del exequátur que requerían otras profesiones, precisamente para evadir posibles controles estatales o políticos. El derecho a la libre opinión quedaba santificado en todos los medios de comunicación, en forma de artículos, comentarios o entrevistas. Los cargos ejecutivos eran libres. Lo esencial era elevar el ejercicio del periodismo al nivel de profesión para reducir sus vulnerabilidades.
Gente que disfrutaba del privilegio de utilizar las ondas radiofónicos y los canales televisivos, entregados por los gobiernos, con múltiples regulaciones para impedir que otros los utilizaran para la libre expresión, estigmatizaron a los que reclamábamos la formación universitaria para ejercer la profesión de periodista.
Hubo quienes vieron un peligro en la postulación de un código de ética y consideraron absurdo que se grabara con medio por ciento la facturación publicitaria de los medios informativos, que iría destinado a crear un fondo de pensiones para que los periodistas se garantizaran un retiro sin tener que alienar su independencia. Esa migaja se podía conceder con un simple incremento del 5 por ciento de las tarifas, y las empresas salían ganando.
La ley 148 fue desconocida unilateralmente por la mayoría de las empresas periodísticas, aunque su texto fue fruto de una concertación en la que participaron sus propietarios y directores. Los dos años que me tocó dirigir el CDP, 1989-91, los pasamos en los tribunales, teniendo de abogados honoríficos a los doctores Leonel Fernández Reyna y Abel Rodríguez del Orbe. Inmediatamente después, otros dirigentes se transaron por una legislación incolora, inodora e insípida, la Ley 10-91, de “cumplimiento voluntario”, al mejor estilo dominicano.
Mucho me temo que a los periodistas dominicanos no sólo se nos hizo tarde, para dignificar y proteger nuestra profesión, es que nos cogió la noche de la descomposición y la corrupción, de la ausencia de ética que confunde el periodismo con el servicio a los poderes públicos y privados. Hoy una alta proporción de los periodistas deriva la mayor parte de sus ingresos de las nóminas y los anuncios estatales. Para colmo, las nuevas tecnologías han hecho más vulnerables las empresas periodísticas, traduciéndose en una profunda crisis de la profesión.
Perdimos aquella batalla, y no es que de haberla ganado hubiésemos quedado inmunizados para lo que vendría, pero tal vez con algunos anti-virus. Las consecuencias las pagamos todos, profesionales, directores, propietarios periodísticos y la sociedad..-