Los periodistas son los seres más ñoños del mundo. Mi acceso al mundo periodístico se produjo en 1975, cuando apenas tenía 13 años. Me entrevistó uno de los "guruses" del periodismo cultural, Pascal Peña Peña. Cuando me dijeron "ponte ahí", en aquel muro a la entrada de El Nacional, en la Av. San Martín, me sentí como fusilado. Nunca he sido amigo de las fotos porque no sé qué cara poner. Ergo: siempre salgo mal en ellas.

Pero sicoanálisis barato aparte –que eso es casi siempre en lo que se convierte un artículo cuando uno se pone a hablar de “experiencias personales”-, desde los griegos y aún más allá sabemos que saber es poder. Sabemos que una cosa era un egipcio tallando en la tablilla y otro el que ponía ladrillos en la pirámide –si es que ponían ladrillo, que con eso tampoco estoy claro.

Estoy publicando desde los 15 años. Comencé colaborando con “Aquí”, de La Noticia, y luego me despaché por El Nacional, El Sol, El Nuevo Diario, periódico este, donde por cierto, trabajé entre 1987 y 1988 como “corrector de pruebas”. Pero antes había trabajado ¡la friolera de diez años!, en Radio Televisión Dominicana, como productor radial, encargado de Discoteca y asistente de Jean Louis Jorge, escribiéndole libretos de vez en cuando a Socorro Castellanos. Si en la televisora oficial todo era política y muchas veces más perdidos en el espacio, en el sector privado la esquizofrenia era peor, porque oficiales y no oficiales se despilfarraban con mayor celo.

En El Nuevo Diario me alegraba la alegría ramón-colombina de cada tarde pero me aceleraba la forma de caminar y de hablar de dos eminencias a quienes sólo les faltaban las coronas de laureles para confirmar que estaban en contacto con el mismísimo Hércules o Zeus o no sé. Estaba entre criterios y planeta Marte.

Finalmente y antes de mi partida a Berlín en 1990, me sentí como realizado “periodísticamente”: trabajé como Encargado de Producción en “Uno más Uno”. Curiosamente aparte de la cuestión laboral, llegué a un espacio esencialmente de colegas, algo así como la utopía que predicaba el vivir en comunión: de almas, de talentos, de voluntades. Con un equipo puntualmente dirigido por Juan Bolívar Díaz, tengo la sensación de que en los medios de comunicación no se ha creado un espacio internamente tan amplio de ideas, comprometidos con la verdad, con el vivo deseo de hacer justicia como ese de TeleAntillas. Más que un Jefe, Juan Bolívar ha sido un paradigma: un mentor, alguien en quien piensas en la hora en que buscas referentes, guías, en ese país cada vez más miserable en que nos hemos convertido.

En el último decenio del siglo XX, sin embargo, se desataron todos los demonios en el país dominicano. Lo malamente bueno fue que se mostró la verdadera piel en la política. El Doctor Balaguer acabó echándose a medio mundo en el bolsillo, metiendo en su barro a todos los partidos y sacando pequeños Golems, a su hechura y semejanza. También el periodismo sufrió considerablemente. Cuando llegó la hora de la hiperconcentración de los medios de comunicación en manos privadas y para-estatales, con los efectos de internet y la globalización, aquel periodismo de ideas se descafeinizó.

Aparecieron proyectos interesantes como El Siglo, y desaparecieron espacios de hondo calado, como Última Hora y La Noticia. Radio Mil dejó de informar, Radio Popular ya no citaba al Ché –con eso de “ideas que chocan, se entrecruzan y a veces se organizan”-. Desde que dominara eso de “Usted está en Cima”, y con el jalón que ha sido la emergencia de los gobernadores de la mañana, la radio ha sido la bocina de los que ronronean y maúllan.

Al entrar ya al siglo XXI, la pregunta obligatoria será: ¿estamos mentalmente en el siglo XXI? Es decir, ¿nos diferenciamos en términos de alcance de lo producido en el último cuarto del siglo XX?

Estas y muchísimas otras preguntas podríamos hacernos al pensar en los periódicos, el periodismo y sobre todo, los periodistas en estos últimos años.

Confieso que me he pasado todos estos de lector como el niño que esperaba su merienda: los editoriales de Rafael Herrera en el Listín Diario, los reportajes de Ángela Peña en Última Hora y todos los periódicos que se respeten desde los años 70, los artículos de Álvarez Dugan, las reseñas de María Ugarte, los minutos de Colombo, entre otras delicias.

Pero aparte mis papeles como periodista, reportero, colaborador, también me ha tocado como editor lidiar con esta escena. Y ahí ha sido donde la puerca ha torcido el rabo. ¿Invitar a periodistas para que te reseñen tus puestas en circulación? ¡Ni hablar! Y hablo de mi experiencia.

Cuando comenzamos a poner libros en circulación en 1985 en la Librería La Trinitaria, los periodistas que invitábamos eran en calidad de amigos: para tomarnos la limonada correspondiente, pero sin el viejo ritual de regalar nuestros libros. Al pasar a realizar nuestros actos en el entonces Centro Cultural Hispánico entre 1989 y 1994, la historia fue diferente: ellos enviaban las notas y ponían los tragos y el mundo era color de rosas. ¡Y en los periódicos aparecían las mismísimas notas de prensa con un par de fotos nuestras con un vasito de plástico en las manos!

Luego asumimos una propuesta más abierta de puesta en circulación y lecturas de poesía: en el Cementerio de la Avenida Independencia, en los cinco parques de la Zona Colonial, ¡hasta en un motel una vez! De los periodistas, ¡ni hablar! Sin lugares representativos, sin ocho llamadas al Jefe de Redacción y la garantía de que “los muchachos” estarían puntualmente, no había manera de lograr una reseña en los medios locales.

De manera que el agobio nos duró hasta 1998, cuando hicimos nuestra última actividad en Casa de Teatro. A pesar de que poníamos en circulación la primera edición de las Obras Completas de René del Risco y que gracias a la legendaria generosidad de un queridísimo amigo –cuyo nombre sé él no me agradecería que pusiese aquí-, tendríamos un brindis de Brugal, comprendimos que “difundir” nuestras obra y actos por medio de los periódicos locales no conducía a NADA. Enseñanza: no te apoyes ni en los periodistas culturales ni en los periódicos si quieres ser feliz como editor. Desde 1998 hasta la fecha nuestras actividades han corrido sólo de voz en voz, con comedidas llamadas telefónicas. Los periódicos tienen sus necesidades –que comprendemos-, los periodistas por igual, así que hay que lograr un mundo feliz para todos, sin exigencias.

Pero los periodistas no están sólo en todo esto. Tampoco hay que ser injusto. La falta de gravedad en el pensamiento, de densidad en la información, también tiene que ver con un público que se complica si no hay parqueo o estrellas o grandes promesas de por medio. ¿Qué pueden ofrecer escritores jóvenes leyendo y hablando de poesía a la intemperie, en un parque, a las seis de la tarde?

Y así llegamos al 2015 y a la celebración de los 30 años de Ediciones Cielonaranja. Hicimos todo un programa de lecturas en el Centro Cultural de España, y una exposición hermosamente montada por Cristina Rico. Los “medios de comunicación” ni se enteraron. De los periodistas, ni hablar. Y eso de volver a la vieja práctica de aterrorizar a los jefes de redacción para que “los muchachos” aparezcan y poder reproducir la mismísima nota que ya habíamos enviado, ni hablar. En síntesis: sólo constato prácticas, hago un recuento del periodismo en su aspecto “cultural” de los últimos 40 años, para comprobar que nuestro camino ha sido el correcto: porque nos ha conducido a la publicación de más de 100 libros y a la creación de un excelente grupo de amigos-lectores-cómplices. ¿Qué más pedir? ¿Gritar “mírame, estoy aquí, sácame al menos una foto”? Y no, porque como dije, no me gustan mis fotos, porque siempre salgo mal en ellas: muy serio, como queriendo gritar “¡sáquenme de aquí!”.