Porque, amándote,

yo soy el afortunado.

 

La discusión filosófica sobre el más humano de los sentimientos, el amor (romántico), discurre entre los extremos. Desde el antiamor de Schopenhauer que reniega de la pasión como responsable de la perpetuación “de esta especie humana que no vale nada”, hasta la conceptualización del Kierkegaard que le considera estadio supremo de la experiencia subjetiva desenvuelta esta en tres niveles particulares: el estético, donde amor es vana seducción egoísta, el nivel ético, que persigue el absoluto del compromiso eterno, y el del amor supremo —con frecuencia mediado por el matrimonio o la religiosidad— en el cual su trasfiguración final, su destino último, es el acceso a lo sobrehumano.

Tales afirmaciones de Alain Badiou están contenidas en un libro fundamental: Elogio del amor (2011), volumen que explora el amor amenazado y la construcción amorosa, entre otros temas que dialogan con aquello que el francés describe como “la experimentación del mundo a fin de alcanzar un proceso de verdad, la verdad experimentada por dos y no a partir de unos”. Verdad circunscrita en las concepciones romántica, jurídica e ilusoria de dicho sentimiento, cabe anotar. En esta ocasión, sin embargo, ha sido la poesía, y no la filosofía quien ha convocado las disquisiciones vertidas en estos párrafos; es decir, lo ha hecho la poética. La del catalán Eduardo Moga, reconocidísimo vate, crítico, filólogo y traductor  a manos de su más reciente obra, Tú no morirás (PRE-TEXTOS, 2021), colección de prosa y versos de amplia métrica que relata el acontecer del separarse de quien se amó, aun amándole.

No se trata, aclaro, de un compendio sobre la muerte del amor ni del morir por amor, temáticas abrazadas por la literatura desde la milenaria Safo de Lesbos y los autores latinos primigenios; desde el Romanticismo decimonónico de Novalis y Pushkin, hasta los amoríos y amoricidios que jóvenes de todos los continentes depositan hoy en el espacio de la página virtual, en los escasos caracteres de Twitter, o las mini estrofas del grafiti urbano. Este no es un poemario sobre el éxtasis destellante que contaba Stendhal ni el desfallecimiento del Quevedo enamorado; tampoco una colección de versos ensoñadores ni mucho menos una moderna ars amatoria.

Es, eso sí, un cuidado repertorio en el que hermosísimos textos identificados del I al XII escritos desde la desnudez del poeta y las horas y días del no ser, narran la tórpida travesía del desamor; la senda trazada por el perecer en el amor. En el “Tú sin muerte” de Celan que Moga ha traducido en un Tu cuerpo no morirá./ Tu cuerpo es perenne como la muerte; en el certero convencimiento de que quien se quiere tanto, no puede desaparecer: No estás,/ pero te encontraré. Y solo consentiré en morir cuando haya creado contigo un reino en el que no haya muerte.  

Ausencias, yoes y muertes construyen los pasajes de esta historia que, al fin y al cabo, no es más que una ofrenda al amor que cesó de estar y ser; recuento de partidas, que llenas de oquedades, anidan estelas de lo deseado: El vacío está habitado de ti. Lo que ya no es, comparte tu sustancia aniquilada, tu deshacerte en la bruma de estar huyendo, en la fuga férrea en que cabalgas. Aventuras donde el cuerpo, imaginado o poseído, es carencia y también coito extático: Apelo a la hospitalidad de tus dedos, y a la sal sosegada de tu sexo, y a los derramamientos que te contienen, para escapar de estas tardes afásicas y esta lengua enlodada, para saberte naciente, y sentirme nacido, y nacernos aquí.

El Yo, que la pluma del autor admite está herido y solitario “cabalgando sobrecogido en la enormidad de la nada”, se hace en este libro cómplice de la gesta librada por un par en disolución: …este poema en el que la luz y la oscuridad se acucian y entrecruzan, se deducen una de otra, mueren una en otra, como yo muero sin ti, en ti. Casi vencido, ese Yo poético se ha entregado, a todas luces, a la merced de una súplica: Óyeme cuando peno. Dame tu insumisión y tu latido. Cabría preguntar, pues, si será, acaso, que el Uno no podrá ser sin el Otro; que la supervivencia del ser dos implique la necesaria muerte de un uno. Si el amor no se tratase de la gloria y el infierno experimentados por sendos ciegos que obsesos e iluminados, se persiguen entre sí (Sabina).    

Corrían los años 2 y 1 a.C. mientras Ovidio trabajaba en sus amores (Ars amandi y Remedia amoris), textos seminales de la literatura occidental que, revestidos de una modernidad indiscutible, constituyeron un antes y un después en el abordaje de la concepción del amor y el sentimiento amoroso. El primero de ellos, tratado del arte de amar y para ser amado, representa una sutil didáctica de la seducción erótica, como ha indicado algún autor. El segundo, un conjunto de dísticos destinado a aliviar los efectos devastadores de la pasión naciente y “la ya hecha”; receta para evitar la magia como remedio de amor y alerta aleccionadora contra los celos, la infidelidad y el peligro de los recuerdos.

Si bien la exaltación y la queja constituyen tonalidades predominantes en aquellos escritos ovidianos, en el caso del poeta que nos ocupa observamos una lectura-homenaje de alta carga emocional en la que, paradójicamente, el amante es el afortunado aun en la muerte del amor y frente a la muerte mutua como hecho último. En estos textos de Eduardo Moga morir es sobre todo adioses y partidas; desamparos de quien ante el no ser visto por el motivo amado que se ha marchado, agoniza buscándole: Te has marchado./ Otra vez./ En el andén apenas quedamos el vigilante y yo./ Otra golondrina sobrevuela los raíles que brillan, desamparados, bajo la lluvia solar./ No sé por qué te digo adiós con la mano: no puedes verme.

Cabe destacar la particular originalidad en el manejo de la metáfora y la construcción léxica expresada en los trabajos de Tú no morirás, rasgo evidente tanto en los alejandrinos que con ágil destreza y absoluta libertad llenan sus páginas, como en la rica y cuidada prosa. En ellos, nuestro autor intercala imágenes anatomo-histológicas que saben a lisozima-lágrimas, a mucosas-epitelio, y a pupilas-esfínteres insertas en las riquísimas estrofas a que nos tiene acostumbrado el premio Adonáis de poesía 1995.

Vivir la muerte amándose, verso del también español Julio César Galán citado en el introito de Tú no morirás, resume toda (improbable) intención aleccionadora hacia quien atrapado por el delirio amandi ya discutido, persigue la única sola cosa relevante al acto y pasión amorosos: La entrega. El absoluto e inapelable abandono a la merced del sentimiento y la pasión. Lo ha dicho y repetido Eduardo Moga en este telúrico fajo en el que su pluma herida se hace fiel testigo de los estertores del corazón: Sé que he muerto cuando ya no puedo tocarte, cuando ya no soy los dedos que te tocan, ni la carne que tocan. Solo seré cuando vuelva a morder tu sombra.