A Lenin se atribuye haber dicho que el comerciante “vende la soga con la cual después se le ahorcaría”. La frase es a propósito de declaraciones publicadas en la prensa de comerciantes quejándose de las ventas en el periodo navideño. Cuando leí el lamento exclamé: ¡Perdónalos señor!”, porque las calles de la ciudad estaban imposibles con el aumento sin precedentes del tránsito e interminables tapones de gente saliendo y entrando a los centros comerciales.
“¡Perdónales Señor!”, volví a decirme, porque en las tiendas abarrotadas de gente disputándose mercancías apenas se podía caminar y las largas filas ante las cajas duraban fastidiosas horas, desde muy temprano en la mañana hasta tarde en la noche, los siete días de la semana, especialmente en los supermercados y otros negocios de alimentos y bebidas, e incluso de baratijas y de regalos. “¡Perdónalos Señor!”, porque nunca se habían vendido tantos vehículos de motor en las ferias financiadas por los bancos en los últimos tres meses y no había que joder tanto, excúsenme por favor el término, para conseguir reservación de mesa en un buen restaurante o de un salón de hotel para una fiesta navideña, fuera de semana laboral o fin de semana.
Tal vez por eso, la queja emitida por dirigentes del comercio fuera comprensible si viniera de mis labios, porque la creciente actividad comercial de esos días hizo que llegara tarde a varias citas, me perdiera de la fiesta de un anunciante, suspendiera un encuentro con amigos con un par de copas de buen vino, algo muy propio de esas fechas, y decidiera quedarme en casa en las noches, a pesar de la temporada de béisbol y las carteleras de los cines. Y lo que es peor, no encontré un día quien me recortara el pelo en el salón donde suelo acudir con esos fines.
Pero al revisar archivos de periódicos viejos, me di cuenta que es la misma queja cada año, por más bien que marchen sus negocios.