En horas de la mañana del reciente martes veintisiete todos ya sabíamos sobre el asalto a la sucursal del Banco Popular, ubicado en Plaza Lama de la Ave. Winston Churchill. Luego, cuando todo el rumor público apuntaba a que se trataba, nueva vez, de otro ilícito del joven John Percival, alguien en mi entorno exclamó que pronto a ese muchacho le “darían para bajo”. Yo no pude substraerme de dicha expresión, que a fuerza de tanta violación de derechos e inequidad, se ha instalado en la psicología colectiva de los dominicanos. Con pesar admito que, en su momento, lo consideré natural y normal dadas las circunstancias, porque posteriormente me enteré que las autoridades ya estaban tras los pasos del referido, así como de los otros que le acompañaron en el asalto.

Al día siguiente ya todo estaba consumado. Yo escucha los cotilleos sobre la noticia con cierta distancia y me propuse llegar a casa para informarme sobre la verdad de los eventos.  Todo me parecía fuera de la realidad. A pesar de haber leído y visto sobre esto tantas y tantas veces  –que de por sí ya es pésimo–, lo que mis ojos vieron en medios de prensa digital y redes sociales me parecía un espectáculo dantesco y doloroso. Muy doloroso.

Por un lado la mofa, por otro, el morbo. El video –con audio incluido–, donde se observa la lluvia de balas sobre el automóvil aparcado a la salida de una cabaña, más las expresiones de aquellos que disparaban, no dejaban espacio para dudar que se trató de una ejecución; yo no podía dar crédito a todo cuando veía y oía. La emboscada me hizo recordar cuando dos o tres se disponen a matar un ratón a puras pedradas: –tú, ponte de este lado y dale en la cabeza, ¡ratón de mierda! ¡Ve, dale, que yo me quedo de este lado…! ¡Vamo' a dale, que de esta no se salva, maldito ratón! – Tal cual…

Sin terminar de verlo, solo me quedó llorar. Llorar de tristeza, ira, impotencia, dolor. Yo no puedo entender la humanidad como un valor que se usa y se desusa a conveniencia, o cuando las circunstancias varían. No puedo entenderlo. No puedo comprender cómo una vida es más mierda que otra. Cómo es que la ley que prima es la orden y disposición de un tal superior que determina lo que hay que hacer según convenga y a partir de la gravedad de tal o cual hecho.  El sistema de Derechos nunca fue tan pisoteado como ahora, que se ejecutan, alegremente y sin asombro, a cientos de dominicanos con obligaciones y deudas ante la sociedad, porque sí, han actuado de espaldas a ella causando dolo y provocando muerte, pero también tienen derecho a ser traducidos a la Ley y a ser juzgados.

Solo me pregunto quién actúa en forma más inmoral y perversa: aquel que roba y delinque, el que asesina y ejecuta al delincuente –obedeciendo una orden–, el que ordena la ejecución, o aquellos que pertenecen al clan y están al tanto de este siniestro sistema, acordando silencio y cofradía. Peor todavía: ¿dónde está el germen de toda esta podredumbre? La respuesta, más que obvia, aturde y produce vómito.

Se llora la muerte, la injusticia, el poder perverso que reparte inequidad a gusto y conveniencia. Se llora la sociedad que produce y reproduce chistes a partir de una desgracia. Se llora la impotencia de sentir que cruzamos una línea de la cual no se sabe si habrá regreso. Se lloran los más de 200 ejecutados por la Policía Nacional –y contando–, según nos dice un reporte de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos en República Dominicana. Se llora el hecho de que muchos estén de acuerdo con que se ejecute un delincuente. Se llora el país que hoy somos.

Yo quería desearles feliz año 2017, pero no puede haber año nuevo –¡nada nuevo!–  con la misma inequidad, el mismo comportamiento, el mismo caos; sin cambio nada puede mejorar ni ser distinto.

Nos vemos el año que viene.