Ya para muchos y para la historia quedará la sensación de que el carismático expresidente de Brasil Lula da Silva ha sido víctima de un linchamiento político, por las debilidades de las pruebas de corrupción por la que se le condenó, apenas el testimonio de un imputado que negoció una "delación premiada". Incluso es posible que esta condena con mínimo fundamento reste mérito al histórico papel de los fiscales brasileños que han documentado la corrupción del empresariado y los políticos, extendida por el continente.
Es muy probable, que en el caso de Lula las motivaciones políticas, el interés de liquidar su posible retorno al poder hayan predominado sobre la justicia. Aún asumiendo el testimonio de que el apartamento de Sao Paolo fuera comprado para Lula, han faltado elementos probatorios exigidos en toda buena justicia, aún en caso de los peores y reincidentes delincuentes. No ha aparecido un título de propiedad, ni prueba de que Lula o sus familiares lo hayan habitado.
El caso es más triste cuando se recuerda que la sucesora de Lula, Dilma Rousseff, fue destituida en juicio político del Congreso en el 2016, año y medio después de ser reelecta, sin acusación. No la acusaron de corrupción, sino de haber maquillado cifras fiscales, cosa común en el mundo. En ambos casos parece haber predominado el interés de poderosos sectores que querían destruir el mito Lula y sus perspectivas. Fue sustituida por Michel Temer, sobre quien pesan graves indicios de corrupción, pero sigue en el poder.
Más amargo que comprobar los pujos de los grupos dominantes preocupados por la caída del gran crecimiento de los esplendorosos años del poder de Lula, es saber que éste, como Dilma y gran parte del liderazgo de su partido, son responsables del desastre de corrupción en que devino Brasil, ampliamente documentado en el Mensalao, en los contratos multimillonarios de Petrobras y en el entramado de Odebrecht exportado a una docena de países, incluyendo la República Dominicana, su sede alternativa.
Ningún argumento político ni conmiseración ante los humildes orígenes de Lula y Dilma pueden convencernos de que ellos desconocían los niveles de corrupción que quedaron patentes desde que en noviembre del 2012 recibió una primera condena de 12 años de cárcel José Dirceu, quien fuera jefe del gabinete de Lula y presidente del Partido de los Trabajadores. En este caso abundaron las pruebas de que él dirigía el Mensalao de Petrobras, por lo que luego en el 2016 sus condenas se extendieron a 30 años de cárcel.
Hasta prueba en contrario, Lula ni Dilma se enriquecieron, pero es difícil creer que eran tan distraídos para no enterarse cómo se financiaba a los partidos, líderes políticos y congresistas de todos los colores, porque estúpidos no son. Al menos pecaron de corrupción pasiva, sin olvidar que ambos estuvieron vinculados a operaciones de Odebrecht y premiaron al presidente Danilo Medina con Joao Santana y Mónica Moura, los asesores operadores del financiamiento político de la constructora, ampliamente documentado.
Lula vino al país promoviendo las contrataciones de Odebrecht y Dilma apoyó las plantas de Punta Catalina, adjudicadas bajo compromiso de financiamiento del Banco de Desarrollo del Brasil, que no pudo cumplir por los escándalos que la salpicaron.
Un informe de la comisión del congreso peruano que investigó las operaciones de Odebrecht documentó que tres empresas asociadas transfirieron 4.5 millones de dólares en 16 depósitos a la firma Cine&Art 2013, creada en Santo Domingo por los hijos de Joao y Mónica. Hace un año cuatro entidades sociales entregaron a la Procuraduría hasta el número de la cuenta bancaria de los depósitos, sin ninguna reacción.
Yo figuré entre tantos que ponderaron la gestión de Lula, que concluyó con aprobación del 80%, la substancia social que regeneró de la pobreza a unos 30 millones de brasileños. Lo aprecié personalmente cuando compartimos tres días como oradores invitados a un seminario en Berlín en 1997 y en Teleantillas donde lo entrevistamos por casi una hora. Pero no puedo tapar el sol con mis preferencias. Si no se corrompió personalmente, Lula patrocinó la corrupción en la política brasileña y más allá. Y eso merece por lo menos una sanción moral, si no se presentan pruebas contundentes.
Me quedo con la memoria de Nelson Mandela y José Mujica, a quienes el poder no logró obnubilar. ¡Qué pena Lula, el limpiabotas, el obrero superado, qué pena!