El pasado 26 de febrero, fecha del nacimiento del jurista, historiador y diplomático dominicano Manuel Arturo Peña Batlle, pasó sin pena ni gloria. Solo el periódico “El Nacional” se hizo eco de la efeméride con una brevísima nota. Y no es de extrañar dada la leyenda negra que rodea a quien, junto con Hostos, Lugo, Henríquez Ureña y Bosch, constituye uno de los pilares del pensamiento dominicano, pero que, por su colaboración con Trujillo en los últimos 12 años de su vida, ha sido sindicado como el principal ideólogo de la dictadura, lo que –salvo las excepcionales monografías dedicadas por Manuel Nuñez y Danilo Clime a su vida, obra y pensamiento- ha impedido la difusión, el estudio y la crítica de una de las obras más importantes para entender a cabalidad el Derecho dominicano, la historia de la Isla Española, las relaciones exteriores de la Republica Dominicana y la política criolla.
No pretendo hacer una apología de Peña Batlle ni de su pensamiento. Creo que Bernardo Vega ha demostrado la gran injusticia que se ha cometido con el insigne iuspublicista, quien no solo fue un nacionalista que combatió la ocupación norteamericana sino también un desafecto del régimen trujillista hasta 1942, al extremo de ser uno de los pocos intelectuales que se opuso a ponerle “Ciudad Trujillo” como nombre a la Ciudad Primada de América. Tampoco voy a justificar su anti-haitianismo, del cual todavía bebe el insoportable ultranacionalismo conservador criollo. La verdad es que Peña Batlle “nunca se identificó totalmente con Trujillo, ni con su gobierno” (Balaguer), aunque sí “llevó al trujillismo el único pensamiento ancilar que tenía una reflexión completa, y formó una culturología de base histórica, que había reflexionado conservadoramente la cuestión nacional” (Andres L. Mateo).
Si, como decía Ortega Gasset, el hombre es el “y sus circunstancias”, para entender a Peña Batlle hay que comprender el entorno intelectual en que se movía: (i) como demuestra Euclides Gutiérrez Félix en “Trujillo: monarca sin corona”, el dictador adopta la plataforma programática del Partido Nacionalista, en el cual militaba la mayoría de la intelectualidad dominicana, incluyendo a Peña Batlle; (ii) los nacionalistas eran partidarios del arielismo, “una especie de credo político cohesionante del movimiento nacionalista que se oponía al invasor yanqui” (Inchaustegui), y que “encontraron en la dictadura de Trujillo la realización del Estado arielista: la calidad contra la tiranía del número” (Céspedes), en tanto “en el arielismo, la justificación del totalitarismo es una posibilidad”, cuando no es posible esa democracia elitista que propugnaba Rodó en su “Ariel”; y (iii) los arielistas eran propensos al racismo, una ideología importada de Europa y sus elites coloniales, que no era “una ideología reaccionaria y retrógrada”, pues “los científicamente profanos lo abrazaban con tanto entusiasmo como la gente acepta hoy la teoría del calentamiento global artificial” (Ferguson) y los dominicanos, como bien demuestra Silvio Torres Saillant, nos vimos obligados a institucionalizarlo por presión de las potencias occidentales, beneficiarias por siglos de la esclavitud y “comprometidas con un credo racial negro-fóbico”, como condición para el reconocimiento de la Republica Dominicana por la comunidad internacional y para preservar al país, en palabras del senador estadounidense John C. Calhoun, férreo defensor de la esclavitud, como obstáculo a “un mayor crecimiento de la influencia negra en el Caribe”, lo que ha producido la paradoja de que el discurso nacionalista anti-haitiano de las elites dominicanas y el racismo que lo funda, es importación de Occidente e imposición imperial.
La cuestión trascendental hoy es, sin embargo, la de si es posible recuperar para el pensamiento democrático-liberal- al demonizado y poco comprendido Peña Batlle. ¿Qué puede decir Peña Batlle a los dominicanos del siglo XXI inmersos en un sistema político que ha garantizado ciertas libertades públicas pero que requiere un Estado democrático fuerte e institucionalizado que garantice eficazmente los derechos de todos? Antes que Francis Fukuyama y sobre la senda de Américo Lugo, Peña Batlle fue uno de los primeros en reflexionar sobre la importancia de la tarea de la construcción del Estado. ¿Puede ser actualizada la teoría cultural de la nacionalidad dominicana propuesta por Peña Batlle y ser recargada con las ideas de quienes propugnan por el “patriotismo constitucional” y de quienes estudian la dominicanidad a partir de la constatación de que somos una comunidad transnacional y que la cultura debe entenderse como un proceso de hibridación?
Contrario a la vulgar popular patriotería de algunos, Peña Batlle nos recuerda que “mientras que en los últimos siglos el derecho internacional no fue otra cosa que un limitado y arbitrario margen que dejaba el derecho interno a las relaciones de los pueblos, hoy el cambio profundo experimentado por esas relaciones ha invertido la situación. Las normas del derecho internacional sujetan el desenvolvimiento del derecho interno. No existe, pues, propiamente hablando, la soberanía absoluta e irrestricta de los Estados. Todos los sectores de la vida nacional están restringidos y supeditados por las necesidades de la comunidad, por las reglas del derecho internacional”. Y más todavía: “Bien es sabido que hasta el Tratado de Versalles, el individuo, en su condición de tal, había sido excluido de la aplicación de esas reglas y que solo los Estados tenían derechos internacionales. Un individuo lesionado por un Estado no tenía recurso personal contra su lesionante a menos que no fuera por mediación de su gobierno si éste quería asumir la causa de su nacional y si no había ninguna circunstancia que se lo vedara”.
¿Por qué leer a Peña Batlle hoy? ¿Es posible que haya un uso liberal y democrático de su pensamiento? Esas son las grandes interrogantes. Negarse a contestarlas es seguir propalando esa “nueva ‘jerga’ anti-trujillista” (Moya Pons) tan perniciosa como la vieja jerga trujillista (Andrés L. Mateo).