La regulación estatal de las actividades económicas es una prerrogativa cuya bondad o inmoralidad solo es discutible desde el polémico sustrato ideológico. Sin embargo, no resulta jurídicamente controvertida al encontrar expresa acogida en el artículo 50.2 de la Constitución dominicana.
Este reconocimiento constitucional, además de suponer una habilitación, constituye un verdadero límite a los músculos interventores de la Administración Pública, los cuales deben ejercitarse en apego irrestricto al ordenamiento jurídico vigente y, especialmente, pasar con notas sobresalientes las evaluaciones derivadas del principio de proporcionalidad.
El principio de proporcionalidad, tal y como se contempla en el artículo 3 numeral 9 de la Ley núm. 107-13 exige que las autoridades administrativas al momento de emplear su arsenal de medidas regulatorias e imponer restricciones o limitaciones que persigan un objetivo de interés general, no particular, institucional o sectorial. Esto suele olvidarse por los reguladores capturados.
Ahora bien, no basta con la acreditación de una causal de interés general cuya salvaguarda se requiera para incondicionadamente considerar procedente cualquier regulación e intervención administrativa, se requiere, además, una correlación entre la medida y la consecución del objetivo de interés general. En fin, no vale cualquier regulación, sino la estrictamente necesaria y la menos restrictiva, entre el elenco de posibilidades.
La autoridad no puede perder de vista que, toda regulación económica conlleva una afectación de derechos fundamentales, ya sea al de propiedad, libertad de empresa o, al de los consumidores, incluso a otros principios como resulta ser el de seguridad jurídica. Por lo que, la restricción no solo debe encontrar justificación en la existencia de un interés general a proteger, sino que, la plena legitimidad de las medidas interventoras descansa en la previa ponderación de los intereses en pugna para elegir la mejor decisión posible.
La proporcionalidad es un principio que debe ser atendido por todas las Administraciones Públicas que tienen encomendadas la ordenación de actividades económicas, antes de embarcarse a modificar el régimen jurídico de entrada al mercado y ejercicio de derechos. Las modificaciones del ordenamiento son bienvenidas, pero las modificaciones intempestivas que desestabilizan las relaciones jurídico-administrativas son repudiadas y las veleidades políticas son malas consejeras para la regulación económica.