Chimamanda Ngozi Adichi, en su pequeño ensayo “el peligro de la historia única” (Random House, 2016), dice que la única historia “priva a las personas de su dignidad. Nos dificulta reconocer nuestra común humanidad. Enfatiza en qué nos diferenciamos en lugar de en qué nos parecemos” (Ngozi:23). En ese sentido, existe un peligro cuando se quieren imponer a una persona una identidad, una historia, más allá de su experiencia, más allá de su existencia o vivencias. Por ello, que lo peor que tienen los estereotipos es que solo cuentan una parte de la historia (Ngozi: 22) y la otra queda muda.

La peligrosidad de esto deriva que esa parte de la historia está muda y es callada. Personas que no soportan que otra pueda pensar por sí misma, personas que deciden construir su propia identidad, que su identidad nacional es el punto de partida y no de llegada, que sus creencias es el producto de la evolución de la vida. Pensar no más es la primera etapa de existir (Cf. H. Arendt).

En tiempos donde gobierna lo que llamo la “tiranía de la perfección” la imposición de la única historia parece ser el arma de elección para callar los individuos y convertirlos en parte de una masa. Esta tiranía la perfección, nos dice que no podemos “ser” ya que tenemos una herencia y unos valores que vienen antes de nuestro nacimiento o antes de nuestras vivencias a las cuales debemos conformarnos o adherirnos. Desde antes de nacer nuestro futuro está condenado a leyendas místicas o míticas que nos impide pensar, que nos impide vivir, y lo más importante saborear la libertad. No solo cuentan nuestras historias, sino las hacen definitivas (Ngozi: 19).

El querer proteger una supuesta “cultura” o “herencia cultural” es bienintencionado, pero, tiene un vicio de fondo. Ese vicio es erosionar la individualidad de cada sujeto, la capacidad de relacionarnos con otros individuos y compartir nuestras creencias o visión de vida. La protección de la fábula mística pasada nos lleva a uno de los rasgos más aterradores de la tiranía o del autoritarismo que es la soledad, como expuso Hannah Arendt en “Los Orígenes del Totalitarismo” (Tecnos, 2017). La soledad es la que te priva de los otros, te priva de una voz, te priva de ver, de vivir, o ser parte del mundo. De reconstruirte o reinventarse, así como de lo más preciado de la dignidad humana que es ser responsable de sí mismos.

En la discusión sobre qué religión debe primar, evitar el perfeccionismo, es decir, concepciones objetivas de “lo bueno” impuestas como regla general, es una misión. En los orígenes del estado-nación moderno, hasta después, están marcada por la violencia religiosa y entre religiones. Si el Estado comienza a ser el amo y señor de nuestro destino, el que mejor sabe lo que necesitamos, porque somos muy ingenuos para ejercer nuestro poder individual sobre nuestra propia vida, el Estado ejercerá dicho poder por nosotros y sobre nosotros. Cuando hace eso, no son los individuos en el seno de sus propias vidas los que escriben su historia, sino es una historia que viene escrita por el Estado, escrita por un pasado en el cual no participamos, una voz que no es ni fue la nuestra.

Hablar de que una determinada religión debe imponerse por ser el reflejo de una “cultura” o “herencia cultural” no es más que un hecho contracultural de la formación continua de la identidad nacional e individual. En ese caso, se deja afuera a los dominicanos cuyas creencias religiosas se inclinan por el judaísmo, budismo, islamismo, o simplemente que son agnósticos, como ateos, o bien crean en otras fuerzas como el Dios de Spinoza (la naturaleza). También se excluyen a dominicanos (y aquellos que se unan a la suerte de este país) que construyen la cultura día a día con su genialidad literaria, musical, de hablar o de vivir. El mensaje que se envía es que “vives de la forma que yo digo, y estás atado al pasado de la masa”, que forma más cruel de destruir la dignidad propia del espíritu humano.

Pero, el peligro más grande viene de aquellos que, por entender que su visión de vida es mejor, dejan a la fuerza del Estado su imposición. Toda comunidad política es el resultado de coyunturas y su existencia también, ¿qué sucede si la fuerza mayoritaria que se alce con el poder pertenece a otra y decide imponer su visión religiosa? O peor aún, ¿qué sucede si, ante el cambio de la voluntad de poder, la imposición adquiere cara de violencia y aquellos que ganaron se vean en la derrota? Además, ¿qué será luego? ¿qué libros leer? ¿qué música escuchar? ¿no aprender nuevos idiomas? ¿qué vestir? Deberíamos preguntarnos siempre qué principios de justicia deseo tener si me encuentro en la parte más débil del eslabón social (J. Ralws), si hacemos este ejercicio el resultado será el mismo: libertad de decidir.

No es casual que, al menos en las Constituciones de 2010 y 2015, no se agote una definición de identidad nacional o identidad religiosa. Si en el pacto constitucional hemos considerado que cada quien tiene derecho a construir o llevar su vida conforme a sus intereses y deseos, así como creencias (Art. 43 y 45 de la Constitución); y es el individuo el centro de ese compromiso (Art. 5 y 36 de la Constitución), hemos optado por un modelo de comunidad que entiende que el individuo está en una mejor posición que el Estado para decidir qué es mejor para su propia vida. Ignorar esto, es acercarnos a la soledad de la tiranía, a la tiranía del perfeccionismo.

La esencia no precede a la existencia, somos como resultado de la existencia (Sartre; Beauvoir). La identidad y la herencia no son parámetros estáticos que vinculan a los que existentes y a los millones que vendrán. La toma de decisiones forma parte integral del nivel de responsabilidad que tenemos sobre nuestras vidas como reflejo de nuestra dignidad. Si se nos impone una única historia, entonces, no tendremos voz para seguir escribiéndola, peor aún, perderemos nuestra historia y caeremos en la soledad totalitaria que nos separan de los demás, sobre todo de la libertad.