No podía dejar de escribir sobre la figura de Pedro Santana, ahora que se reabre el debate sobre su permanencia o no en el Panteón de la patria.
La nación dominicana emergió marcada por la incertidumbre respecto de la viabilidad de la formación del estado nación. No hay en el continente hispanoamericano un país caracterizado por el singularísimo caso de que la mayoría de sus prohijadores creían que ése conglomerado humano no daba para constituirse en nación. Quizás con la excepción de Juan Pablo Duarte, el patriciado dominicano tuvo el pálpito de que, sin el protectorado de una de las potencias de la época, la nación no sobreviviría. Nuestra independencia es procesual; arranca con Núñez de Cáceres en el 1821, pero no nos independizamos de la metrópoli española sino que nos separábamos del país que representaba la única revolución esclavista triunfante de la historia de la humanidad, en el 1844. Y habría que esperar que se cerrara el ciclo de la Restauración, que arranca el 18 de marzo del año 1861, para afirmar que el concepto de nación se había concretado en la conciencia de eso que entonces éramos.
Pedro Santana llevó al extremo ese descreimiento de la inviabilidad de la nación, y lo bautizó en la anexión y en el baño de sangre que se expandió por todo el país después de firmarla. No fue un hecho casual, la anexión formaba parte sustancial de la autoconciencia de Pedro Santana porque, en rigor, nunca había creído en la patria que defendió con la espada, y el pensamiento que ha pretendido defenderlo de su apostasía se apoyó en las ideas sobre la cuestión nacional del siglo XIX dominicano que, como se sabe, negaba la existencia de una categoría de nación, y podrían resumirse en el enunciado del intelectual trujillista Germán Soriano, quien, en aquella memorable encuesta del diario “El caribe” del año 1957, proclamó: “No hubo traición porque, al nacer la anexión, la mentalidad nacional no existía”. Argumento que tenía un precedente histórico en la polémica del año 1889, entre el padre de la historiografía dominicana, José Gabriel García, y el renombrado escritor, autor de la novela “Enriquillo”, Manuel de Jesús Galván. Puede afirmarse que esta célebre polémica marca el inicio de las consideraciones teóricas acerca del tema, y podrían incluirse en la misma visión de Germán Soriano, los juicios de Galván, Santanista militante; las comparaciones del historiador trujillista Pedro Bergés Vidal (en su libro “Duarte y Santana”, comparación empalagosa y falsa), o las ideas ambiguas de Emilio Rodríguez Demorizi.
Pero el olimpo de la ambigüedad lo alcanzó el presidente Joaquín Balaguer en el discurso de instalación en el panteón nacional de los restos mortales de Pedro Santana. Una verdadera filigrana de discurso en el cual tejía y destejía la epopeya del héroe que execraba y enaltecía al mismo tiempo. ¿Por qué Balaguer llevó al panteón nacional al traidor Pedro Santana, si para justificarlo tuvo que hacer gárgaras retóricas inimaginables? Simplemente porque Balaguer tenía necesidad de fundamentar una especificidad histórica que legitime el despotismo, y Santana en el panteón nacional es un esfuerzo apropiado por darle una verdadera unidad ideológica a la larga tradición autoritaria, en la que él mismo, Joaquín Balaguer, se inscribe. De alguna manera, era su propia estatua. Ni siquiera lo detiene los hechos abominables que describe que él mismo describe en su discurso: el dato histórico de María Trinidad Sánchez, la primera mujer fusilada más por odio que por un imperativo de la ley. O la cobardía del gesto doloroso de apearse del caballo y patear los restos del general Duvergé, segundos después de su fusilamiento, ordenado por él. No era Santana el héroe ambiguo, el “Marqués de las Carreras” tenía atada su autoconciencia al predicamento generalizado de que no dábamos para nación, y plasmó en la canallada de la anexión la desventura de su convencimiento. Y Balaguer lo sabía. Cuando colocó uno al lado del otro, patricios y traidores, víctimas y victimario, echaba en cara a todo el liderazgo político y el pensamiento anterior (particularmente el pensamiento del siglo XIX), su falta de fe en el pueblo dominicano. Y, de paso, se justificaba a sí mismo, colocando en igual nivel el sacrificio y la traición.
Santana en el panteón de la patria es un guiño malvado que aleja del patriciado toda capacidad de reposo contemplativo de la historia. Es un frío incordio de la razón, de la cual, según dijo en el siglo XIX Ulises Francisco Espaillat, hemos vivido exiliado.