Ciertos matices de la prédica humanista de Pedro Henríquez Ureña evidencian un marcado afán sociológico que orientaron su pensamiento hacia una abierta militancia política al final de sus días. El examen de ese archivo poco transitado por la crítica en torno a su obra tiene hoy por hoy una extraordinaria vigencia, especialmente en lo relativo al papel del intelectual en la sociedad.
Quisiera comentar un texto que considero capital para entender las posturas políticas e intelectuales de Henríquez Ureña: "La utopía de América". En esta conferencia dictada en la Universidad de La Plata en 1922, Henríquez Ureña parte de la historia reciente de México y su afán de transformación como ejemplo del impulso creador que debería caracterizar la evolución política de Latinoamérica. Ese impulso creador vendría a través de la orientación de "hombres magistrales" o "espíritus directores", como menciona en otra de sus conferencias de esos años, la titulada "Patria de la justicia".
La idea del intelectual como guía del devenir político de Latinoamérica tiene una larga tradición en la historia del continente. Domingo Sarmiento, quien concibió el Facundo a mediados del siglo XIX como una certera máquina de propaganda de su candidatura a la presidencia de Argentina, bien podría ser el epítome de esta mistificación. En La ciudad letrada, Ángel Rama ubica en el período comprendido entre 1870 y 1920 el surgimiento y desarrollo de esta tradición de pensar al "letrado" como único conocedor de las complejidades de la política. Según Rama, dicho período se caracteriza por una "modernización internacionalista", es decir, el momento en que Latinoamérica empieza a sentir ampliamente los efectos de la incorporación a la economía capitalista, con la masiva inmigración europea como el rasgo más distintivo. Ahora bien, hay que señalar que la idea del intelectual como guía cívica ya estaba presente en el imaginario social incluso antes de la consolidación de la mayoría de los procesos de independencia del continente, como se puede constatar en la famosa "Carta de Jamaica" de Simón Bolívar, fechada en Kingston en 1815.
Pero quizás el texto que mejor representa la idea del intelectual dirigente en la historia cultural de la región sea "Nuestra América", de José Martí, escrito fundamental en el pensamiento de Henríquez Ureña. En este artículo de 1891, Martí desarrolla una tipología del sujeto latinoamericano en la cual el intelectual se presenta como modelo moral frente a la historia de tiranías que caracterizaron la vida política del siglo XIX.
Para Martí, el intelectual capaz de interpretar los signos de la "naturaleza" americana sin la mediación de esquemas mentales foráneos es el único que puede engendrar instituciones y formas efectivas de gobierno. Henríquez Ureña asimiló bien esa idea de la necesidad de encontrar modelos autóctonos de organización social y política, pero a pesar de las obvias consonancias entre las utopías políticas imaginadas por Martí y Henríquez Ureña, son contados los análisis comparativos en torno a "Nuestra América" y "La utopía de América". La crítica se ha ocupado más de analizar el diálogo por oposición entre Sarmiento y Martí, o la complicada defensa del "arielismo" de Rodó por parte de Henríquez Ureña, que en sopesar las equivalencias y distancias de este último con respecto al pensamiento de Martí. Piénsese, por ejemplo, en la fascinación que ambos sienten por la modernidad norteamericana, una fascinación que no disipa del todo el temor a que esa misma modernidad pudiera trastocar el modelo de sociedad que imaginaban para Latinoamérica.
También vale la pena mencionar el modo en que los textos de Martí y Henríquez Ureña se enfrentan a la necesaria pregunta de quién está capacitado para regir los destinos de los pueblos latinoamericanos, pregunta de corte eminentemente moral que desata a su vez la articulación de toda una epistemología. En Martí esa pregunta se resuelve cerrándole el paso al intelectual para dejar el camino libre al héroe. En Henríquez Ureña la intervención del intelectual en el devenir de la polis estará mediada por una actitud vacilante ante la cosa pública que tomará variados matices a lo largo de su vida. En un análisis del papel jugado por el grupo de intelectuales del Ateneo de México, Horacio Legrás ha identificado brillantemente este gesto de vacilación ideológica en Henríquez Ureña: "Henríquez Ureña poseía la profunda convicción, que transmitió a buena parte de los ateneístas, de que la forma más acabada de persuación era el arte, y que el destino del arte, como su discípulo Reyes terminaría de enunciar, era cumplir una misión unificadora frente al vórtice siempre aterrador -y la revolución misma será en su momento su mejor recuerdo- de la política y la división".
Legrás lee bien la actitud de Henríquez Ureña frente a los vertiginosos cambios históricos del México de principios del siglo pasado. En esta particular coyuntura su posición como intelectual todavía no mostraba las señales de abierta militancia que marcarían su accionar a partir de la década de 1930. Pero incluso con esa reticencia a flor de piel, la "misión unificadora" de la cultura que Henríquez Ureña predicó a sus colegas del Ateneo implicaba toda una política. Ciertamente, Henríquez Ureña entendía su lugar como intelectual en semejante estado de cosas como una suerte de arúspice que ejerce vaticinios a partir del examen meticuloso de esos momentos "de crisis y de creación" de los que nos habla en "La utopía de América". El resultado de semejante operación no era propiamente una síntesis, como ha querido ver la crítica en torno a su obra, sino más bien el hacer inteligible lo confuso en momentos en que la cercanía de los eventos históricos amenaza con nublar toda posibilidad de análisis. En otras palabras, identificar en la contingente vorágine social las marcas de una morfología. Visto desde este ángulo, es posible apreciar mejor el alcance del concepto de "cultura social" que Henríquez Ureña desarrolla en "La utopía de América": No se piensa en la cultura reinante en la era del capital disfrazado de liberalismo, cultura de diletantes exclusivistas, huerto cerrado donde se cultivaban flores artificiales, torre de marfil donde se guardaba la ciencia muerta, como en los museos. Se piensa en la cultura social, ofrecida y dada realmente a todos y fundada en el trabajo: aprender no es sólo aprender a conocer sino igualmente aprender a hacer".
Este tipo de planteamiento es lo que ha llevado a críticos como Rafael Gutiérrez Girardot a identificar en el pensamiento de Henríquez Ureña un "ethos pedagógico" no exento de cierto sentido de "agitación" orientada "no a derrumbar sino a construir". Ese sentido de lo inconcluso, de un camino aún por fatigar que se entiende como un deber moral y cívico, atraviesa toda la obra de Henríquez Ureña y es la herramienta principal de su autolegitimación como intelectual.
La ansiedad de Henríquez Ureña por no acercarse demasiado a la esfera de las consignas políticas mientras al mismo tiempo las implica en el producto de su oficio como intelectual tiene un antecedente preciso en la obra de Matthew Arnold. Del pensador inglés destila Henríquez Ureña la concepción del crítico como ostentador de la "verdad filosófica", especie de don al que se llega a partir de la distancia de éste con respecto a la humanidad pedestre del "hombre práctico". Esta distancia se funda en el ejercicio de una actividad "desinteresada" que permitirá al crítico identificar lo mejor de las ideas de su entorno.
En 1957, otro pensador poco recordado en estos tiempos, el canadiense Northrop Frye, recurrió a esta concepción arnoldiana de cultura para adelantar su visión en torno a la crítica, como se puede apreciar en Anatomy of Criticism, su obra más conocida: "El eje dialéctico de la crítica tiene un polo en la aceptación total de los datos en torno a la literatura y otro en la aceptación total de los posibles valores de esa información. Este es el verdadero nivel de la cultura y la educación humanista, el fertilizar la vida a través del conocimiento, toda vez que el progreso sistemático de la crítica se traduzca en progreso sistemático del gusto y del intelecto".
Como se ve, tanto para Frye como para Henríquez Ureña el pensamiento de Arnold resuena con claridad: sólo la educación que emana del oficio, bien llevado, de la crítica puede controlar la vorágine social. En el Henríquez Ureña de "La utopía de América" ese impulso pedagógico de cuño clásico es lo que va a sustentar su proyecto intelectual; así lo expresa en otro fragmento de "La utopía de América": "Ensanchemos el campo espiritual: demos el alfabeto a todos los hombres; demos a cada uno los instrumentos mejores para trabajar en bien de todos; esforcémonos por acercarnos a la justicia social y a la libertad verdadera; avancemos, en fin, hacia nuestra utopía".
Este fragmento recoge los principales axiomas de esa utopía ética que Henríquez Ureña parece proponer para Latinoamérica. En la médula de ese discurso lo que resalta es el potencial transformador del sujeto una vez éste, por medio de la educación, adquiere conciencia de su condición de agente del cambio social. Hablando como testigo de las grandes transformaciones fomentadas en el México de Álvaro Obregón, cuando se entregan los muros de la ciudad a los artistas y se ensaya una reforma agraria, el avance hacia la utopía que ambiciona Henríquez Ureña supone lo que se podría entender como una propuesta de democracia radical.
Como sugerí al inicio de mi lectura, "La utopía de América" condensa las posturas políticas e intelectuales que Henríquez Ureña asumió en sus años mexicanos y que marcarían su ideario en los años subsiguientes. Su período argentino, iniciado en 1924 a raíz de sus desavenencias con Vasconcelos y Martín Luis Guzmán, entre otros intelectuales mexicanos, se caracterizó por un paulatino acercamiento al dominio de la acción política que en ocasiones presentó visos de radicalización.