Los aportes de varios de los ureñistas frustrados se pueden resumir con dos de sus aserciones más frecuentes: 1) “el PHU mío es más grande que el tuyo;” y 2) “mi bibliografía es más larga que la tuya.”  Tras la inevitable risa burlona que nos ocasionan surge una pregunta muy importante: ¿qué gana uno tomando parte en estos debates pueriles?   Es más urgente, sin duda, no perder de vista el objeto de estudio y sus condiciones.

Anteriormente (http://acento.com.do/2016/opinion/8356789-problema-la-sociabilidad-intelectual-salvenos-don-pedro/), al abordar el fenómeno de la sociabilidad intelectual me concentré en los posicionamientos, deslices y fraudes del intelectual acomodado en su sillón o inseguro de sí mismo que nos dejan ver que está en juego en los debates académicos típicos del medio dominicano: el privilegio de decidir quién tiene la palabra, cuándo y sobre qué.  No obstante, el concepto de sociabilidad intelectual tiene otra dimensión, más digna, que nos remite a la creación de un espacio para cultivar el pensamiento, la solidaridad y la amistad. 

Esta noción también evoca lo que planteó Edward Said (en Representaciones del intelectual) sobre el trabajo activo de un intelectual, del que resalta su talento (especialmente en la lengua oral y la escrita) para representar a grupos y apoyarlos en sus luchas por la justicia social.   

Pedro Henríquez Ureña fue un intelectual que escribió, editó, tradujo y, sobre todo, leyó y leyó libros.  Dedicó toda su vida al estudio de la lengua, la literatura y la historia y a la construcción de escuelas y bibliotecas que permitieran a los ciudadanos de las distintas sociedades latinoamericanas conocerse mejor.  Una lectura cuidadosa de la obra de Henríquez Ureña (incluyendo su epistolario) en sus contextos relevantes es muy útil para entender el problema de la sociabilidad intelectual  y reivindicar  su dignidad, como apunta Néstor Rodríguez (http://acento.com.do/2016/opinion/8358154-pedro-henriquez-urena-al-sol-hoy/). 

Sin embargo, como muy pocos lo leen hoy en día, al Henríquez Ureña que la mayoría de los dominicanos y latinoamericanos conoce es el Henríquez Ureña referido, el Henríquez Ureña falso del billete de quinientos pesos (como dice Miguel D. Mena), el Henríquez Ureña quisquillosamente escogido y seccionado por los especialistas o aficionados ansiosos de avanzar una de dos opiniones simplistas. 

En ese afán se desvanece el Henríquez Ureña histórico.  Lo que queda para el consumo es un Henríquez Ureña angelical o un Henríquez Ureña maligno, un Henríquez Ureña ahogado bajo las citas rebuscadas y ofuscaciones tendenciosas de los ureñistas tristes y amargados. 

Henríquez Ureña gozó inmensamente de su labor pero también sufrió a lo largo de su carrera debido a las condiciones precarias en que se vio obligado a trabajar y las diversas situaciones personales difíciles que le tocaron durante su éxodo continuo.  El deleite y la frustración intelectual caracterizan en partes iguales la experiencia del maestro dominicano a lo largo de su carrera y la nuestra ante lo más acertado de su obra y sus zonas problemáticas.

Reconocemos y exaltamos que, en su conjunto, la obra de Henríquez Ureña revela el profundo compromiso ético del dominicano basado en un gran sentido de responsabilidad por el trabajo intelectual, donde convergen varios proyectos de superación, individuales y de orden colectivo. 

Ese sentido de la responsabilidad por el trabajo intelectual quizás haya sido la lección más importante que nos brindara Henríquez Ureña y la razón principal para leer su obra hoy en día.   Sin duda, a algunos de los que nos dedicamos a este oficio, nos estimulan los ensayos contemporáneos (como los de Rafael Mondragón) que explican en qué consiste la ética del pensar, precisamente reflexionando en torno a lo más valioso de la obra y figura de Henríquez Ureña. 

Sin embargo, menos conocido es el esfuerzo por problematizar la obra de Henríquez Ureña, tomando principalmente en cuenta y con detenimiento las ideologías que emergieron en los contextos profesionales e institucionales relevantes.  Y por ahí es donde me llevó mi sistemática y osada exploración de sus textos lingüísticos, sin dejar de leer cuidadosamente sus textos historiográficos y ensayos literarios.

En determinados momentos tenemos que enfrentarnos con que, a pesar de sus profundas reflexiones sobre la cultura popular, el utopismo y la justicia social, Henríquez Ureña no siempre fue inmune a las tendencias de las élites latinoamericanas a perder de vista el racismo que impacta o que hace invisible a los grupos sociales más vulnerados en el continente. 

A pesar de que algunos, tras la referencia obligada a Arcadio Díaz Quiñones (1994), aluden a la vulnerabilidad de Henríquez Ureña por su condición de intelectual emigrante expuesto a la xenofobia y al racismo, la mayoría de los estudiosos opta por no entrar en diálogo con la corriente crítica (precisamente dominicana) que, desde Juan Isidro Jimenes-Grullón (1969), pasando por Max Jimenes Sabater (1975) y Soledad Álvarez (1981 y 1998), hasta llegar a Silvio Torres-Saillant (2000) y Valdez (2009, 2011 y 2015), ha venido planteando cuestiones que invitan a profundizar precisamente en los problemas de selección, acotación y elisión de esos objetos de estudios en materia de lengua y cultura.  Estos esfuerzos por leer a Henríquez Ureña y valorar toda su obra sin perder de vista sus desatenciones y contradicciones también deben formar parte de la conversación sobre los problemas culturales y lingüísticos que heredamos de nuestros antepasados. 

No todo es contrariedad, triquiñuela o fraude.  La sociabilidad intelectual tiene su dimensión hermosa.  El profundo interés por el estudio, las ideas y los libros permite el encuentro con otros trabajadores de la palabra cuya conversación estimula a uno a seguir trabajando, leyendo, investigando y explorando el mundo y la vida y afrontando problemas fundamentales con responsabilidad, humildad, valor y alegría.  El goce aumenta a medida que en torno a estas figuras intelectuales que nos atraen nos vamos regalando más libros, compartiendo ideas (y el ingrediente secreto para el café perfecto) y, sobre todo,   ofreciendo apoyo moral.  A raíz de este tipo de intercambios y colaboración, uno mejora como maestro y como comunicador.

A mí me encanta releer las representaciones intelectuales de Pedro Henríquez Ureña elaboradas por sus amigos, el mexicano Alfonso Reyes y el argentino Ezequiel Martínez Estrada.  Esos esbozos nos acercan a la dimensión humana del maestro dominicano de una manera sensible y reveladora.   Al mismo tiempo, ejemplifican esa dimensión de la sociabilidad intelectual, que, según Martínez Estrada, consiste en la práctica de poner la inteligencia y la capacidad de expresión del individuo al servicio de “la obra comunal y la elevación del hombre [sic] medio.” 

Por suerte, la sociabilidad intelectual también está circunscrita a ese deseo de estar con el otro, con esa persona que nos ilumina con su palabra y aminora nuestra inquietud con su saber.  Y cuando nos dedicamos a la elaboración de este deseo, sale ganando la ciudadanía, sale ganando la creatividad, sale ganando la libertad.