El utopismo latinoamericanista constituye la faceta más admirada, recordada y reelaborada de la obra del gran maestro dominicano Pedro Henríquez Ureña.  Nada más sagrado para los admiradores de “Don Pedro” que el conjunto de ensayos específicamente dedicados a construir teórica y políticamente el mundo mejor posible para las latinoamericanas y los latinoamericanos.  Es precisamente en esa coyuntura del humanismo latinoamericanista y el anheló por la justicia social donde se concentra la energía y el esfuerzo de la mayoría de los especialistas que hoy se dedican a estudiar su obra.  No obstante, la rica y compleja obra de Henríquez Ureña exige otras lecturas. 

El ensayista mexicano Carlos Monsiváis describió los elementos más inspiradores de la exegesis henríquezureñista: “el placer de la divulgación, del estudio del acto creativo, del rechazo del fatalismo antiintelectual que sitúa a las humanidades en el centro de su escenario.”  Sin duda, los críticos y especialistas que estudian y difunden la obra de Henríquez Ureña se destacan por un fervor que los convierte en apóstoles del redentor utopista latinoamericano.  En este sentido, vienen a mente los dominicanos Miguel D. Mena, Néstor E. Rodríguez y el mexicano Rafael Mondragón, quienes se enfocan en divulgar los aspectos más nobles de la obra de Henríquez Ureña.

Sin embargo, no todas las interpretaciones de la obra de Henríquez Ureña han sido caritativas.  Entre sus comentaristas hay algunos que se han dedicado a desmitificar, en términos que a veces resultan demasiados simplistas, la figura de Henríquez Ureña, recriminándole su omisión ideológica de los afrodescendientes y el no exaltar sus contribuciones al desarrollo cultural y social en Latinoamérica.  Por ejemplo, el crítico dominicano Fernando Valerio-Holguín insiste en que “Pedro Henríquez Ureña vivió de espaldas a muchos eventos sociales e históricos importantes de su época, porque como intelectual de mentalidad colonizada estaba más interesado en la cultura española.”  Tiene razón, en parte, pero en cada una de sus intervenciones, Valerio-Holguín intenta ir más lejos y reclama que bajo ninguna circunstancia se le puede perdonar a Henríquez Ureña que haya negado varias veces a los negros en el contexto del Caribe hispánico.  En este drama académico, ya sea por asociación o desasociación, Valerio-Holguín encarna la figura de Pedro, el apóstol negador.

Por nuestra vocación de problematizadores y nuestro dedo señalador, nos ha tocado el papel de Judas.  De esa manera trágico-cómica, nos comportamos sus admiradores y detractores al repartirnos las tareas de leer y descifrar su obra.  Así, desafortunadamente, hemos dejado a sus lectores colgando entre un Henríquez Ureña, paladín de las humanidades en el contexto latinoamericano y otro Henríquez Ureña (el Pedro ideológicamente cobarde de Valerio-Holguín). ¿Cómo superar dicha dialéctica y esa frustración epistémica-ideológica? 

A nuestro parecer, son los investigadores que provienen de la tradición de la filología crítica, tales como Alfonso Reyes, Guillermo Guitarte y también, desde otro ámbito académico, Arcadio Díaz Quiñones, Beatriz Sarlo y Silvio Torres-Saillant, los que han superado este trecho abismal y quienes vislumbraron otras posibilidades cognoscitivas para problematizar y mejor entender la obra, los límites, el contexto y la figura de Henríquez Ureña.  Por nuestra formación y nuestros intereses, también nos incluimos en este grupo.

Desde el principio, una inquietud y un razonamiento singular han guiado nuestro esfuerzo por poner al día la bibliografía crítica en torno a Henríquez Ureña e interrogar sus re-presentaciones lingüísticas y culturales.  Hemos insistido en que, aunque podemos y debemos explicar los juicios, los criterios, las valoraciones y los indiscutibles aportes de Henríquez Ureña al conocimiento de la realidad lingüística y cultural de América Latina, igual nos corresponde vislumbrar y bregar con las tensiones y perplejidades inherentes a su complejo ejercicio profesional y a su problemático titubeo ante el poder.

A este particular problema, el de blindarse con o dejarse seducir por el poder, Reyes le llamó “el prejuicio olímpico:” “aquel prejuicio sentimental que consiste en rehuir el dolor.”  Francamente, a todos nos toca lidiar con dicho prejuicio en un determinado momento.  Por esa razón, consideramos necesario hacer obvias nuestras posiciones e intereses.

Cuando de Henríquez Ureña se trata, aprovechamos cada oportunidad para afilar las herramientas metodológicas que precisamente mejor manejamos y arrojar más luz sobre los problemas socioculturales que más nos incumben y preocupan como profesionales y ciudadanos.  Nos entusiasma la posibilidad de sostener un diálogo con los estudiosos a quienes les motiva “el autoanálisis disciplinario” y la colaboración interdisciplinaria.

Al poner las cartas sobre la mesa, no tratamos de agrandarnos, ni tampoco de alcanzar protagonismo o la notoriedad anhelada por algunos polemistas académicos.  Más bien intentamos establecer un procedimiento y una aproximación muy singular, la cual requiere, hasta cierto punto, hablar testimonialmente y con la subjetividad de la duda.

Los pocos críticos que han leído nuestro análisis glotopolítico proponen que no hemos podido demostrar que Henríquez Ureña haya errado en su descripción lingüística.  Nunca fue esa nuestra meta.  Simplemente, detectamos y respondimos a una serie de problemas y contradicciones en su obra que previamente nadie había examinado sistemáticamente y que era necesario analizar y contextualizar críticamente.  Y esto lo hicimos y lo volveremos a hacer sin subestimar el valor de la obra de Henríquez Ureña.