¿Para qué desempolvar un clásico? Pedro Henríquez Ureña es una referencia obligada en los planes de estudio de la carrera de letras hispánicas en los principales centros del saber del continente; con todo, sus textos más emblemáticos (Seis ensayos en busca de nuestra expresión, Las corrientes literarias en la América hispánica, Historia de la cultura en la América hispánica) se recuperan mayormente por su carácter de archivo erudito y no por la vigencia que las ideas allí expuestas puedan tener en los debates actuales en torno a las culturas de Latinoamérica.

Sin duda, el relativo olvido de Henríquez Ureña en los circuitos del saber académico tiene que ver con la continuidad de la empresa intelectual que el pensador dominicano desarrolló desde sus primeros textos publicados, esto es, un proyecto orientado a definir una cultura integradora para la región basada en la exaltación de la herencia hispana.

Desde la perspectiva de los debates académicos contemporáneos, el intento de uniformidad de Henríquez Ureña es suficiente para activar todas las alarmas. De hecho, si se piensa en su definición pretendidamente inclusiva de cultura, es preciso reconocer que esa intranquilidad se fundamenta en razones más que válidas. Ahora bien, a pesar de las obvias zonas problemáticas de su pensamiento, en la obra de Henríquez Ureña hay aspectos importantes que rescatar, sobre todo en lo tocante al papel del intelectual y la función social de la crítica.

Henríquez Ureña contribuyó de manera significativa a la historia de las ideas en torno a las responsabilidades del intelectual en la sociedad; sin embargo, visto a través del prisma crítico del mundo contemporáneo, modulado como está por la influencia del posestructuralismo de las últimas tres décadas, este aspecto fundamental pasa las más de las veces desapercibido.

En el ámbito intelectual vigente más allá de los corredores de las universidades dominicanas, en el cual se tiende a desconfiar de la referencialidad y de la capacidad del intelectual para hablar de sí mismo o de los demás, Henríquez Ureña no pasa de ser una oscura figura del panteón intelectual latinoamericano, una curiosidad de museo a la que se vuelve con un respeto no exento de cierta indiferencia provocada por ciertos protocolos de lectura que dictaminan cánones y modas teóricas. Sin embargo, hay matices de la prédica humanista de Henríquez Ureña que tienen hoy por hoy una indiscutible vigencia, en particular en lo tocante al lugar del intelectual en el espacio social.

Ciertamente, en los albores del tercer milenio Henríquez Ureña no debería ser estudiado únicamente por sus tratados filológicos. Enfrentarse a su obra implica abordar cuestiones fundamentales en las sociedades de hoy, como lo son: el papel del intelectual en la sociedad; la compleja interrelación entre el ámbito de la producción intelectual y la esfera pública, entre convicción ideológica y práctica intelectual, y, en particular, el reflexionar en torno a la importancia de la existencia de espacios autónomos en donde pueda aflorar la semilla del pensamiento crítico.

Pierre Bourdieu ha teorizado sobre el rol de los intelectuales en las sociedades contemporáneas en términos que resultan pertinentes al examen de las posturas de Henríquez Ureña como intelectual público: “Todos tenemos en mente la oposición entre intelectual puro e intelectual comprometido. Y esta oposición dificulta el comprender la paradójica realidad que es el intelectual en tanto individuo “autónomo”, un “purista” que se compromete. Mientras se siga pensando en esta alternativa no se puede entender lo que es un intelectual, no se puede entender que para que los intelectuales se comprometan más eficazmente, incluso más seriamente, necesitan al mismo tiempo ser más autónomos y comprometidos”.

Henríquez Ureña no resolvió el asunto de la relación entre praxis intelectual y pública tan elocuentemente como Bourdieu en su conferencia en el Instituto Francés de Atenas en 1996. El pensador dominicano optó por creer en los “intelectuales puros”, pero también tenía muy claro que la intelectualidad tenía algo que enseñar. El examen de la vida, la obra y el epistolario de Henríquez Ureña obliga a analizar con detenimiento estas cuestiones y plantearlas como problemas.

La historia de América Latina nos ha enseñado mucho acerca de los peligros de imponer un punto de vista que se disfraza de universal, pero que es a fin de cuentas exclusivista. La experiencia histórica del continente ha sido aleccionadora en cuanto a mostrar que los reclamos de universalidad pueden usarse para silenciar al llamado “otro subalterno”, que a veces esos reclamos no hacen más que enmascarar los intereses de aquellos que controlan los hilos del poder.

Ahora bien, a la par de esa recuperación del conocimiento subalterno, debe haber una suerte de imperativo moral en cuanto a proteger, en la medida de lo posible, la relativa autonomía de los intelectuales frente a la interferencia de intereses políticos y económicos. Para bien o para mal, no es posible abandonar del todo la búsqueda de ideales de universalidad, aunque estos han de estar afincados siempre en la realidad local. A este respecto, resultan reveladoras las palabras del académico palestino Edward W. Said, consecuente apologista del compromiso intelectual, en Humanismo y crítica democrática (2004):

“No hay contradicción alguna entre la práctica del humanismo y la práctica de la ciudadanía participativa. El humanismo no tiene nada que ver con el alejamiento de la realidad ni con la exclusión. Más bien al contrario: su propósito consiste en someter a escrutinio crítico más temas, como el producto del quehacer humano, las energías humanas orientadas a la emancipación y la ilustración o, lo que es igualmente importante, las erróneas tergiversaciones e interpretaciones humanas del pasado y el presente colectivos”.

Evidentemente, se corren muchos riesgos cuando se abandona la autonomía de la práctica intelectual; Henríquez Ureña lo vivió en carne propia en sus años mexicanos y argentinos. Pero, como también lo entendió el maestro dominicano, es un deber correr esos riesgos y tomarlos en serio al tiempo que se les examina con ojo crítico.