José Borola era tan adicto a leer “novelitas de vaquero” que caminaba por las calles de Pedernales, expectante, siempre cuadrado para desenvainar el “cachafú” imaginario y disparar a los forajidos. Sus amigos, lectores como él, ironizaban: “Vive en su mundo; si lo llamas, se espanta y dispara con el dedo índice: ¡ta, ta,ta!”.

Durante los años sesenta y setenta del XX, en la más meridional de las provincias del suroeste, la juventud vivía una fiebre de lectura de narraciones sobre vaqueros, sherifs, indios mejicanos, chicas de saloon, tahúres, bandidos, reses, ovejas y caballos en el oeste estadounidense. Las buscaba afanosa, las consumía con pasión, las comentaba y luego las intercambiaba. Algunos tenían promontorios de tales libritos https://es.wikipedia.org/wiki/Novela_del_oeste.

Un policía que había llegado a la comandancia, como Borola, se puso en la onda. Hacía galas del uniforme gris y el revólver en su canana bien cuidada. Cuando se apeaba de su moto siempre brillosa, caminaba como un pavo real, aunque en el fondo resultaba más un tipo manso y enamorón que terminó casado con una joven de la comunidad.

Como ha sucedido siempre allá, al agente pronto le pegaron un apodo: Vaquero. Dicen que ha sido el más cuadroso de los policías que han pasado por la provincia.

La juventud bailaba merengues y twists; bebía cerveza, ron criollo y clerén; practicacaba béisbol, voleibol, baloncesto, campo y pista y karate.

Se emocionaba con Silver Kane, Marcial La Fuente Estefanía, Gun Man… Enloquecía con las vaqueradas de Durango Kid y “Leley Burnete”, en el Cine Doris. Sobre todo, cuando salía de la nada, montando su caballo blanco, vestido de negro, sombrero de alas anchas y el pañuelo cubriendo parte del rostro, a nivel de la nariz.

Los aplausos y los gritos de alegría brotaban cuando este hombre espigado sacaba a velocidad de rayo sus dos revólveres y, en segundos, disparaba más tiros que una metralleta 50 moderna. No mancaba. Solo, eliminaba a decenas de bandidos, y ni un roce de bala sufría.

Los jóvenes no dejaban de preguntarse de dónde salían tantas balas sin recargar y por qué sonaban diferente en otras películas. Para ellos, “los tiros italianos se oían más bonitos”.

¿A QUÉ HORA LO QUEMAN?

Pero esa misma juventud nunca fue ajena a los problemas sociales. Quedan rastros de su resistencia, pese a la represión sistemática de los actores del postrujillismo, que mataban hasta por ver en las manos un “libro comunista”. 

Protestaba desde el partido y la poesía coreada en el Club Socio Cultural, sin miedo al troglodita teniente Florimán, mote que le gritaban allá, y le “hervía la sangre”. Más cuando oía el merengue de Johnny Ventura, porque creía que se lo había compuesto a él parar burlarse. https://www.youtube.com/watch?v=DZ4QlBcaLBQ.

Para Florimán, la juventud contestaria valía menos que un peso de este tiempo. La odiaba. Prohibió la moda de las “moñas” (salientes de los cabellos crespos por encima de la frente). Mejor dejaba la pistola en el cuartel que la tijera en el bolsillo para cortáselas en el mismo lugar donde los detenía. Tampoco podían usar una media de un color y otra diferente, sin importar que fuese por necesidad. El verdugo teniente Mosquea no era menos. Triste aquel día en que iba a encarcelar a Cañita y, antes de cerrar la puerta, le exigió que le abriera la bragueta para orinar. Cuando el reo se inclinaba para cumplir la orden, el oficial le pegó un chachazo y le gritó: ¡Pendejo!

SIN SALIDA

La rebeldía, sin embargo, no moría.

Unos jóvenes, solo armados de valentía, con el respaldo del comandante del Ejército, mayor Sosa Leiva, se montaron una mañana del año 65 en la cama del camión viejo de la basura, estacionado frente al parque central, y arrancaron hacia la capital para integrarse a la guerra de abril  provocada por el derrocamiento del presidente democrático Juan Bosch, en 1963.

Pero fueron frenados antes de llegar a la provincia Barahona, y obligados a regresar al pueblo, con vuelos rasantes de aviones de la Fuerza Aérea al mando del oficial Marmolejos.

El oficial Sosa Leiva había sido trasladado desde Duvergé. Su amigo Elías Acosta le prestó sus tierras para que sembrara maní. En aquella época, en Pedernales producían arroz, café, maní, habichuelas y otros.

Él comandaba a sus guardias y sembraba sus legumbres, pero también prestaba armas a los muchachos para que patrullaran las calles del pueblo. 

Eliíta Acosta cuenta que la amistad entre su padre y el comandante aliado de los revolucionarios, le impidió viajar con los muchachos.

“Me bajaron porque era muy joven; yo solo cargaba en una funda de almohada pasta dental, pantaloncillos, franelas, pantalones, camisas… Luego, para el fraude 66, volvimos a la capital”.

Elías Acosta (padre) murió en 1986, a los 86. Su hijo vive en Nueva York. Los muchachos del camión: Negro Cacame, Jacinto, Marión, Kiko, Clemente y otros, han sido borrados del imaginario.

Por olvidos así, ocurre la depredación de los guaconejos del parque Baoruco, para venderlos como fuentes de esencias de perfumes a comerciantes haitianos, y la pobreza consume a la gente frente al Estado indolente.