Los conucos de Los Olivares y los potreros de la periferia del pueblo mostraban ebullición en los sesenta y setenta del siglo XX de esta provincia suroestana. Igual, los sitios de entretenimiento y los grupos de promoción cultural. Eran los mismos tiempos de represión política y Cachuchita Roja; de las ocurrencias de Malta Morena, Negro Mimina, Kiko Minita, Belén, Pipín y y el sin par Greda.

Un tal Almánzar, a quien conocían mejor como Cachuchita Roja (por el color de su eterna gorra, simbología reformista), recorría cada calle del municipio, enganchado en un jeep, con megáfono en mano, gritando: ¡Arriba Balaguer! ¡Viva Balaguer! Otros le hacían coro.

El emblemático Club Socio Cultural hervía de activismo desde la década del setenta. Lo habían formado en la enramada de la iglesia católica. Luego funcionó en un local alquilado, hasta que los fundadores ocuparon el local del Partido Dominicano, tras el Gobierno no escuchar el pedido de donación. Pero fueron encarcelados. Hasta ese momento, había servido de refugio a  damnificados del huracán Inés (1966). 

Siria, Alejandro, Enrique, Marcos, Alex, José, Leonardo, Reyito, Gloria, Silvia, José Miguel, Fraddy, Mima y otros, fueron protagonistas de primera línea.

Las puertas del centro estuvieron siempre abiertas de par en par para reuniones, obras teatrales (como las dirigida por José Miguel y Teudi Pérez) y las representaciones del grupo de poesía coreada (Marcos Fernández, Alex, Reyito, Fraddy, Leonardo, José Borola, Mima, Cándida, Gloria).

La Policía y la seguridad del Estado lo tenían en la mira. Los allanamientos, los culatazos y las patadas en los dientes eran recurrentes en la comunidad. Se respiraba represión por parte de la autoridad.

Imborrable, la imagen del apuesto sastre enriquillero Miguel Cuesta, bañado en sangre, humillado y sus dientes desperdigados en la calle Juan López.

Perredeístas y comunistas representaban lo mismo para los fines de los verdugos: eliminables. Marión, Camilo, Clemente, Tiquito, Librado Santana y Ruperto no se rendían.

Las persecusiones no mataban, sin embargo, la alegría y el humor pueblerino. Cada esquina era lugar de historias; cada balneario (La piedra, El Mulito, los canales, la playa), un solo holgorio      

MARY TA SANGRANDO

Gredar amaba el alcohol. Cuentan que un  día lo cancelaron de la minera Alcoa y, al verse sin medio de sustento, le dio por alquilar una barra a Colá. En los tramos solo exhibía muchos “potes” de ron y unas cuantas pica-pica (latas de sardina).

En una ocasión carecía de un peso en los bolsillos, pero lo “mataban” las ansias de beber. Detrás del mostrador, no aguantaba la tentación. Fue cuando se le ocurrió pasar al otro lado y hacer el papel de vendedor-comprador.

–“Por favor, barra, fíame un pote, yo te lo voy a pagar”, rogó.

–“No, no puedo; luego tú no me pagas”, replicó, replicó la barra.

–“Por favor, barra, te juro que te pagaré”.

El insistente Greda convenció a la barra; o sea, a él mismo, y pronto el negocio quebró para siempre. 

Greda y Malta Morena eran dos fortachones alcoredos que se respetaban. Temibles con los puños. ¡Aquí, Greda! –gritó éste, mientras exhibía sus molleros torneados. Y el otro, que estaba cerca, le respondió: ¡Y aquí, Malta Morena! A lo que el primero respondió: “No, compadre, usted sabe que somos hermanos”.

A Greda, sus compañeros de trabajo le atacaban porque no tenía novias. A menudo, cuestionaban su hombría.

Cuando no pudo más con el acoso, se fue a Barahona y elaboró una caterva de cartas a nombre de mujeres, y él mismo se las envió. Cuando comenzaron a llegar a Pedernales, vía correo, se burló de sus amigos. Y éstos dejaron de mofarse de él.

Ellos, como Negro Mimina y Kiko Minita, no usaron sus músculos para abusar. Se designaron como defensores de los débiles. A Malta Morena lo mató un hombre de un tiro en la mandíbula cuado trató de impedir que entrara a un centro de diversión del norte de la ciudad. A Negro Mimina, lo mató un gran amigo de un tiro en el pecho, un 1 de enero, en la gallera municipal.    

PIPINADAS Y BELENADAS

Pipin y Belén eran entrañables amigos, compañeros de bebentinas, caneros al máximo, pero nunca vagos. Uno, 12 hijos; el otro, 11 “mal contados”.

Gozaban cuando atestaban sus vehículos de jovencitos y niños, y los llevaban a los balnearios mientras ellos se acostaban sobre la arena con un galón de clerén al lado, solo viéndolos disfrutar. Belén repetía: “Un tiburón me va a comer cuando salga por la pluma del baño; en el mar todos los peces son más fuertes que el hombre”.

Los dos, exhibían el don del emprendimiento; mas. sus iniciativas de negocios a menudo resultaban fallidas. Pipín, tras llegar de Nueva York, donde trabajaba, construyó un local y montó una boite que, en los primeros días, tuvo buena acogida. Cuando el viejo Calú vio el letrero grande del negocio, se mofó:

“Este es un pueblo raro. Mira eso: se escribe boite, se pronuncia buá y, cuando entras, es una maldita barra con Pipín adentro”.

Los sábados eran para Pipín, su día. Desde temprano en la mañana esperaba que pasara un “pescaero”. Antes, jóvenes salían de la playa cargando sobre el cuello un palo con ensaltes de pescados en cada punta. Desde que Pipín oía el grito ¡pecao, pecao!, le hacía seña. Lo compraba todo, y lo echaba a salcochar. Luego, lo colaba, y al consomé le echaba todo tipo de sazones, vegetales, una botella de Bermudez, una de Brugal y una cerveza. Ponía a enfriar la mezcla que él llamaba “Mary ta sangrando”, y a todo el que pasaba cerca, le ofrecía un sorbo.

Algunos caían en seco con el primero trago. Eso daba fuerza al hombre, creía Pipín, regordete y con fama de aflojar con las manos las tuercas de los nemáticos de su camión.    

Belén tenía la solución para todo (en teoría). Imbatible. Inquieto. Siempre con una nueva.

Era dueño de un terreno, al norte del pueblo. Una mañana comenzó a venderlo por pedazos. Al final, se enteró de  que el suyo había quedado en el medio. Tuvo conflictos con los nuevos propietarios en derredor porque no aceptaban la creación de un trillo para que él pudiera entrar y salir de su predio.    

Un buen día salió con la idea de instalar un colmado, y consiguió un local en la Duarte arriba. Llenó las tramerías de productos, sobre todo de rones. Y llevó un tocadiscos. Pero cometió el error de encargar como dependientes a su hermano Ramón Urpiano y, como administrador, a mi hermano Manolo. Poco tiempo después, no quedó una botella. Se tomaron una parte, y fiaron la otra a todo el que pasaba por el negocio. Pipín murió. Belén aún vive.