La celebración de elecciones con graves defectos ha sido una de las características de los procesos electorales en Iberoamérica. Por supuesto que este fenómeno no se limita a una región del planeta. Pero hemos tenido infinidad de situaciones como esa desde los ya lejanos primeros días de la Independencia.
Las recientes elecciones venezolanas nos hacen recordar incidentes y hasta capítulos enteros del pasado. Desde lejos no podemos determinar el grado de exactitud o de exageración de los resultados de esos comicios tal y como aparecen en las diferentes publicaciones y en las palabras de oficialistas y opositores en sus declaraciones.
Simplemente hemos decidido deternernos en un fenómeno que indudablemente caracteriza a ese proceso electoral más allá de la capacidad de determinar si se trata de comicios fraudulentos, manipulados, imperfectos o de un ejemplo del libre ejercicio del voto. Dejamos esos juicios para otro día.
Nos estamos refiriendo al abstencionismo proclamado por un gran sector de la oposición venezolana, quizás basado en experiencias recientes que tampoco discutiremos. La preocupación que sentimos sobre ese asunto radica en buena parte en la historia de tristes resultados del abstencionismo electoral.
Nos tomamos la libertad de remontarnos al país donde nacimos hace más de setenta años. La historia del abstencionismo electoral en Cuba es algo lamentable que se vivió en más de una ocasión en el período 1899-1958. En aquella época se convocaron elecciones que al menos nominalmente podían ser calificadas de competitivas. Es decir que existía un pluralismo en cuanto a partidos políticos y diversidad ideológica de candidatos a las diferentes posiciones electivas.
Sin emitir juicios definitivos, por demás imposibles, acerca de esos sistemas y de los códigos electorales adoptados durante la intervención norteamericana y sobre todo después de la misma, es decir, en los años 1903, 1908 y 1943, pasando por el famoso Código Crowder de la década de 1920, las variaciones del Código Gutiérrez y por breves experimentos de gobiernos provisionales en la década de 1930 y las legislaciones decretadas durante las eras de los generales Machado y Batista, podemos concluir que alguna forma de abstencionismo arruinó o al menos deterioró el desarrollo normal de la política en el país.
En 1901 la República se inauguró con el abstencionismo de los adversarios de la elección de Tomás Estrada Palma, candidato promovido entonces, con muy buena fe, por el Generalísimo Máximo Gómez. De esa manera la oposición redujo al mínimo su participación en las dos cámaras legislativas y los gobiernos provinciales y municipales.
Consecuencia de todo esto fue el abstencionismo de 1905 ante lo que parecía evidentemente una imposición electoral denunciada por el mismo Máximo Gómez, quien había sido en el pasado el gran elector de Estrada Palma, pero siempre partidario de comicios libres. La convocatoria del Partido Liberal a abstenerse de votar, unida a la imposición de un recién fundado “Partido Moderado” integrado por los elementos más conservadores condujo a la Segunda Intervención norteamericana (1906-1909).
Como tantos otros compatriotas, nuestro abuelo creía en aquello de “mejor elección mala que ninguna elección”. La vida política puede sobrevivir por algunos años una imposición, pero la asistencia masiva a las urnas, a pesar de la realización de fraudes, concede por lo general un espacio a la oposición y contribuye, aunque imperfectamente, al mantenimiento de una vida cívica, problemática y deficiente, pero que puede ayudar a evitar, entre otras cosas, una sangrienta guerra civil. En otros ámbitos se habla de abstencionismo pero no se está dispuesto a combatir con las armas y se sustituyen las urnas por manifestaciones públicas, declaraciones a la prensa, etc. Si usted entiénde eso, le felicito. Yo no lo comprendo. Como decía un dictador cubano: “a mi no se me tumba con papelitos”. Efectivamente, su obstinación y las contradicciones de la oposición, que siempre se divide, abrió la puerta a otra intervención extranjera.
Entre muchos ejemplos de acontecimientos cubanos nos atrevemos a seleccionar los de1940 y 1944. El general Batista fue elegido en 1940, en parte gracias a un sistema electoral deficiente que concedía al aspirante presidencial votos emitidos a favor de los aspirantes a legisladores. Pero, aún así, la oposición, que hablaba de imposición por parte del gobierno, obtuvo amplia representación legislativa y de gobiernos municipales. Hizo muy bien. Sobrevivió la política electoral, sometida a deficiencias, pero propiciando el debate político sin guerras civiles. Cuatro años después, en 1944, una votación masiva, sin abstencionismo significativo, obligó al gobierno de Batista a entregar el poder ejecutivo a la oposición en la persona del doctor Ramón Grau San Martín, el famoso “mesías de la cubanidad” para sus partidarios y el “divino galimatías” para sus oponentes.
Diez años después, en 1954, Batista, que había regresado al poder mediante un golpe de estado en 1952, convocó a elecciones y la oposición se retrajo. Esta actitud la combatió el doctor Grau, eterno aspirante al poder. Curiosamente, Grau se retrajo días antes de los comicios. De haber concurrido, su derrota estaba asegurada, pues la mayoría de la oposición se retrajo nuevamente de acudir a las urnas y el doctor Grau sólo contaba con un sector de su histórico “autenticismo”, pero de mantener su aspiración, el Senado (con minoría garantizada por la Constitución) y la Cámara de Representantes, gracias al esfuerzo de candidatos en las provincias hubiera obligado a Batista a depender de un oficialismo más caudaloso y flexible. Al menos existía esa posibilidad.
De concurir el doctor Grau a las urnas se hubiera sostenido a flote el ambiente electoral, a pesar de cualquier imposición, facilitando un ambiente político que pudiera haber evitado una sangrienta guerra civil. No lo aseguramos, pero el panorama hubiera sido diferente. Damos por sentado el derecho a la rebelión de aquellos que ya ni siquiera confiaban en elecciones. Ese no es el tema. Nos referimos a las consecuencias inmediatas del “retraimiento”, como preferían decir entonces en Cuba.
Curiosamente, un ejemplo diferente lo encontramos en el movimiento comunista histórico de Cuba, integrados por los que ahora llamamos “los viejos comunistas” para diferenciarlos de los revolucionarios que derrocaron el régimen de Batista. Identificamos únicamente como ese sector comunista histórico al Partido Socialista Popular (PSP) ya que otros marxistas, sus muchos compañeros de viajes e incluso marxistas-leninistas por cuenta propia no operaron necesariamente en la esfera del movimiento electoral organizado de los comunistas cubanos.
Las elecciones de 1958 se realizaron en medio de una guerra civil y se trata de otro caso muy diferente. Pero en 1954 los comunistas del PSP no participaron en las elecciones únicamente por una prohibición legal de su partido adoptada en 1953 y ratificada en 1954 por los gobiernos de Batista y su sucesor temporal escogido personalmente, el doctor Andrés Domingo Morales del Castillo, a quien Batista llamó “el cubano ilustre”.
Pero hasta ese momento, lo mismo en medio de intentos revolucionarios, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y la oposición de la mayoría de los gobiernos (con excepción del primero de Batista, el de 1940-1944), los comunistas fueron a las urnas.
No podían elegir presidente pues no tenían fuerza suficiente en la opinión pública, pero eligieron senadores, representantes, alcaldes y concejales, además de participar activamente, contra viento y area, en la vida política, cultural y económica del país. Llegaron a controlar la mayoría de los sindicatos por un largo período de tiempo.Y sobre todo, mantuvieron su organización. En 1948, en plena guerra fría, lograron 142,000 votos para su candidato presidencial y casi 200,000 para sus aspirantes a legisladores nacionales o concejales municipales. No se rindieron de su actitud de aprovechar cualquier coyuntura electoral disponible.
La oposición venezolana pudo haber elegido, a pesar de cualquier fraude o manipulación, real o imaginario, un alto número de delegados a la Asamblea Constituyente a la que ahora, según la oposición y gran parte de la prensa, el gobierno ha entregado poderes casi omnímodos, pero que no serían absolutos ante una alta representación opositora a la que se hubiera visto obligado a aceptar el gobierno de producirse una votación masiva.
Y a la hora de elegir los 23 gobiernos estatales, casi la mitad de los opositores permanecieron en sus hogares. Si se se llevaron a cabo manipulaciones por parte de los organismos que controlan el sistema electoral y si se llegó hasta el fraude en algunas regiones, este último hubiera sido más difícil y problemático con una votación masiva.
Siempre hay tiempo para denunciar un fraude, pero sólo tendrá fuerza demoledora tal denuncia después de celebrada la elección. Dejar de votar es una forma indirecta de facilitar la toma absoluta del poder. Eso se aplica lo mismo a una situación de oposición a un gobierno de derecha como a uno de orientación comunista o socialista.
Lo repetimos, acudir al abstencionismo es entregar todo el poder. Mantener al menos un espacio para el debate legislativo y el control de algunos gobiernos regionales no es cooperar con un régimen sino todo lo contrario. Y si se trata de un sistema de partido único, como en Cuba, queda el recurso de acudir a las urnas y anular la boleta. Aunque quizá en esa situación se justifique un abstencionismo masivo por parte de legítimos opositores. Y allí tal cosa sería casi imposible de lograr. Reconocemos que cuando se habla de Cuba hay que acudir a aquello de “son otros tiempos y otros hombres”.
Afirmaba un político local cubano en 1954: “hay que votar aunque sea para quitarle un concejal al gobierno”. A las urnas, siempre a las urnas, y después ya se verá que puede hacerse. Y matizando todo lo que hemos afirmado, es posible que no se trate de un pecado moral, pero en nuestra opinión estamos ante una táctica que pudiera conducir a consecuencias peores que una cuestión electoral.