El populismo trumpiano nos ha confirmado un detalle conocido a sotto voce: en el siglo XXI los patriotas serán los millonarios.

Mientras los más ricos insisten en valores patrios vía sus consignas de “imagen corporativa” y “marcas de identidad”, de “defensa de los valores patrios” almibarados con una que otra frase de Duarte, Sánchez o Mella, la gente de la calle, el pueblo, los del montón salidos, buscan una yola, se tiran al medio y tienen que oxigenarse con un tanque repleto de comida o de camisas desde Nueva York o una remesa de donde sea.

La equivalencia “política: millonarios” está en nuestra orden del día.

Sin millones no hay política y nuestros políticos van detrás de los millones.

¿200, 300 millones ingresados en la cuenta los últimos cuatro años? No importa. Eso te lo da la patria, es parte de tu sudor, de tus esfuerzos, de tus mañanas, aunque el pueblo ya esté abarrotando los hospitales desde tempranas horas del día entre el olor de yaniqueques y otras especies celestiales.

Conozco de cerca funcionarios con la dicha, oh dicha, de meterse en el bolsillo en un mes lo que yo he ahorrado toda la vida. Y eso, que soy un ratón.Y no gastan. Hay un chip en sus discos duros que les envía corrientazos cuando tienen que “sacrificarse” por algo de la patria. Son soldados de la patria irredenta, como diría Osvaldo Cepeda en una marcha por el malecón, defendiendo hercúlea o titánicamente sus fronteras, llorando frente a la bandera un 27 de febrero, pero el país de la calle, el del sudor y el de los dientes que rechinan por lo que sea, no, no, de eso no saben o no quieren saber, no, no toques esa tecla.

Vivimos en algo que antes se llamaba “doble moral” y que hoy es la moneda corriente en el país dominicano. El abuso sobre las diferencias –sexuales, raciales-, se denomina “protección de los valores que conforman la nacionalidad dominicana”. Léase: ni negros, ni homosexuales, ni nada que se zafe del corbatín que tenía Duarte en su ahora Museo de Cera o de los predicados con tufillo Opues Dei.

El Diccionario de la Dominicanidad del siglo XX está concebido por un principio esquizoide, con cientos de definiciones que sólo en nuestro país se estatuyen, para asombro del resto de la humanidad.

Recuerdo los artículos que salieron en Der Spiegel comentando el absurdo que era la recuperación y fabricación del Faro a Colón. ¿Un faro de estas dimensiones, y a ese costo, y en esta época en que tal vez los mamuts son más necesarios que los faros?

Pero las construcciones son el ADN de la nacionalidad, reciclando un tanto aquella teoría de Heidegger del ser como habitar. Un edificio instala un decir, un hacer, un pensar. Y en el caso dominicano: es el botín institucionalizado, la manera de pagar favores, de solidificar clientelas, de plantarse definitivamente, como Eróstrato, en la conciencia de un país hasta la llegada del mismo Jesucristo. Los dominicanos del siglo XXI somos faros a colones ambulantes.

Pero ya Joaquín Balaguer, aún siendo el dominicano más importante de nuestra historia de 500 y pico de años, ya no es el modelo de patriota en el siglo XXI. La razón es ésta: a Balaguer, al igual que a Juan Bosch o a Peña Gómez, el dinero no le interesaba en sí, no quería ser millonario ni abrazar fortuna, a él le interesaba más ese otro “qué se pensaba” de sí mismo.

El balaguerismo tradicional ya ha sido superado por nuestras nuevas clases políticas. Me gustaría hablar de partidos, tendencias, visiones, pero nada de esto existe en el país dominicano. Desde la Senadora de Dajabón a muchísimos funcionarios de Ultramar, el sueldo no les da para una botellita de agua ni de Bermúdez Añejo.

Ciertamente tenemos partidos políticos, un par de versiones diferentes en torno a cómo manejar los destinos del país, pero en el fondo, la complicidad en torno a ese ADN de la “nacionalidad” es el mismo. Nadie se mueve sin su yipeta o yipetica y nunca se puede o se debe andar en camisa, porque eso es síntoma de no te mueves con aire acondicionado, de que tienes que protegerte de la gripe, de que tu país no es ese del solazo afuera seguramente bueno para freír huevos pero que en tu caso no cuaja, porque tú tienes que conservarte.

El balaguerimo desapareció, pero al igual que el trujillismo, ahora tenemos a balagueritos y trujillitos hasta en la sopa, a enanos y cuasi murientes con bolsillos cada vez más anchos porque más son los millones y la codicia y la pobreza espiritual que las osas polares en el firmamento.

Sin embargo, nadie roba, ni extorsiona, ni soborna, ni abusa.

Nadie rinde cuentas de sus funciones.

Y a los príncipes no se les puede tocar ni con la puna de una pluma de faisán.

No hay botellas. Nadie pone a sus hijos o sobrinos a cobrar sin trabajar mientras en otra parte del planeta esos babies se quejan de que el caviar de Dubai sea tan caliente.

Los jefes no abusan imponiendo sacrificios tan absurdos como combinar un Gucci con un traje de bombero. Los jefes son nuestros padres, aplican eso que Foucault llamó el “poder pastoral” y sí, póngase su sonrisita de persona que lo ha comprendido todo, porque sino lo siquitrillan con eso de una “indisciplina mayor”.

Los jefes ya no son como los antiguos jefes: arrean reses.

La gente se queja, marcha, pero finalmente vuelve a la casa, deja caer sus fotos del último peinado en Facebook porque tampoco se puede exagerar en esta vida.

Yo, en lo personal, sigo oyendo a Luis Días. Oigo su “Santo Domingo lo canto en un merengue triste”. Subrayo eso de “¿Y es que no les da vergüenza?”.

Y sí, me da vergüenza. Confirmo que hay que salvarse con un diccionario particular, ese donde tratas de apostar por la dignidad, no haciendo grandes cosas, ciertamente, haciendo un chin. Solo un chin.

Por ejemplo: pensando en Pedro Henríquez Ureña y su andar con el corazón en las manos.

Y mejor no sigo.

Evidentemente, soy un mal dominicano. Y del resto, ni hablar.