Era una vez un país de verdad que era completamente imaginario. Los atardeceres se posaban en su lomo como un paisaje dulce y reposado y el sol tardaba siglos en ponerse. Los amaneceres eran tórridos, pateados, de una luminosidad fluvial, ensordecedora, y las montañas caían por los ríos, se despeñaban por los desfiladeros, corrían ríos amargos de azúcar y de alcohol.

Sus mejores poetas lo describían con una  lucidez desgarradora, enternecedora, decían a veces Patria, qué anatema cayó sobre tu frente y se escuchaba un paisaje con un furioso merengue bailando al fondo, el furioso merengue que ha sido nuestra historia. Otros decían que era como un ala de murciélago apoyada en la brisa y que a veces parecía una tarde que iba a morir, señora. Otros decían, Patria, y en la amplia bandeja del recuerdo dos o tres casi ciudades, empalizadas altas y bajos matorrales, un lento y reposado palor de luna, millares de pasajeros despoblados y agrestes del rocío. Otros decían que los humildes, todos los humildes de esta tierra, los del montón salidos, eran los heroicos defensores de nuestra libertad en los desfiladeros o en la llanura agreste. Gente como compadre Mon, cuyo primer suspiro era despertar al pueblo con un tiro, con colibríes de plomo, amapolas que nacen de repente en las pistolas. Gente  que cuando sangra le salen por las venas los sueños más varones porque desde hace tiempo construyen la patria destruyéndose. Gente que todo lo tiene de soldado y cuando te da la mano ya en sus dedos sientes su corazón uniformado. No se olvide, no se olvide nunca, que en esta pequeñita geografía la palabra macho es una catedral desde muchacho, que aquí la voz está en el cinto, entre la dentadura de las balas, entre la dentadura del instinto y que para venir a esta tierra de montoneras y ciclones hasta el mismo Dios tuvo que ponerse pantalones.

Pedro Mir, Manuel del Cabral, Juan Sánchez Lamouth, Franklin Mieses Burgos, Freddy Gatón Arce

Todo es rico y es pobre y es ajeno. Desde un brusco tropel de raíles y sus soportes de verde aborigen y las mansas montañas de origen y la caña y la yerba y el mimbre y los muelles y el agua y el liquen y el camino y sus dos cicatrices y hasta los pueblos pequeños y vírgenes…son del ingenio. Por eso son tan pobres las gentes que moran esta aldea, aquí solo se siente la esencia del dolor, para desayunarse se toman un ¡Dios mío! y hay quienes se acuestan no más llenos de sol.

Con razón y con derecho los poetas se sublevan, le dicen al petróleo que no salga, húndete más, presentido petróleo de mi patria. Proserpina del norte está al acecho, siempre al acecho. Amenaza todos los ríos verticales de esta tierra recrecida, la madre cordillera donde ruedan montañas por los valles como frescas monedas azules, donde duerme un bosque en cada flor y en cada flor la vida,

En la otra cara del paisaje están las joyas más delicadas de la creación, joyel en oro de un buril genial sobre las dos colinas de un rosal, mi vaso glauco, pálido y amado, donde guardo mis flores predilectas, el que tiene el color de las marinas algas, tiene el color de la esperanza muerta… Están las cosas humildes, las bienaventuradas cosas humildes que se yerguen siempre sobre el polvo frío de todas las cosas, está el silencio que es más grave que todas las diatribas humanas, lo que quedó después que los peces hambrientos se comieron el último paisaje de sol que había en tus ojos, está la gracia de la inspiración cuando a tus rejas, floreciendo amores, la enredadera de mi verso sube, la locura sublime de un hombre al que en el pecho le entierran viva un ave.

Y están los grandes idealistas que sueñan con epístolas marinas, que cantan a la cabellera de estos frescos islotes, donde la mar pregona sus ángeles ahogados, creen en cosas azules mirando el horizonte y tiemblan por la fe de tu sonrisa clara. Su voz quiere llevarte al final del crepúsculo donde los vientos gozan morfinando a los pájaros. Piden que no los dejen en esta isla loca con los muelles sin cruces por los marinos muertos,. Quieren cantar el calcio de los agrios moluscos y ver las acrobacias de las locas sirenas, quieren ver a la aurora soltar sus alcatraces, quieren sentir el viento peinar a las mareas. No quieren que los dejen, quieren mirar de nuevo el vuelo de esos grandes pájaros misteriosos, mirar lejanas algas, cantar nuevas resacas y escribir mil leyendas sobre lejanas costas.

Los muertos aquí suben y bajan, y hay muertos que van subiendo mientras más su ataúd baja y los poetas se preguntan: ¿Quién ha matado este hombre que su voz no está enterrada? Hay muertos que van subiendo cuanto su ataúd más baja…Este sudor… ¿por quién muere? ¿Por qué cosa muere un pobre? ¿Quién ha matado estas manos? ¡No cabe en la muerte un hombre! Hay muertos que van subiendo cuanto su ataúd más baja… ¿Quién acostó su estatura que su voz está parada? Hay muertos como raíces que hundidas… dan fruto al ala ¿Quién ha matado estas manos, este sudor, esta cara? Hay muertos que van subiendo cuanto más su ataúd baja…

Pero, además, son muchos los humildes de mí pueblo. Yo escribí sus nombres sobre los muros, pero no los recuerdo. Yo rescaté su corazón de la carcoma y el olvido, pero no sé dónde quedó la sangre coagulada, ni si vino familiar alguno a limpiar la mancha que había sobre el duro tapiz de la noche. Yo los besé, y mi ósculo fue como tilde sonora impar sobre su frente. Porque aun después del amor ellos estaban solos sobre la tierra.