Creciendo en Santo Domingo, nunca me sentí en mis aguas. En octavo de primaria saqué mi primera C, porque no podía concebir que a las hembras y a los varones nos separaran para clases asignadas acorde al supuesto rol de nuestro sexo. Los chicos tomaban clase de Mecánica y las chicas… Educación para el hogar, por supuesto.
Tal vez fue por eso que nunca quise aprender a cocinar, y aunque hoy día preparo cosas básicas, hasta la fecha me causa una pereza enorme. Y no es que fuera una adolescente rebelde, pero sí sentía el peso de una sociedad que no me dejaba ser del todo libre, y que al entrenarnos de modo conservador y tradicional, determinaba lo que se suponía debía ser nuestro lugar, sin opción alguna. El hombre, a la calle, la mujer… ¡A la cocina!
A los 21 años me fui a perseguir mis sueños a la imponente ciudad de Nueva York, y siento que una gran parte de mí lo hizo por resentimiento. Aquella ciudad, tan fascinante como intensa, sin duda definió gran parte de mi esencia, esa de una mujer independiente y fuerte pero a la vez vulnerable y consciente de sus necesidades. Ahora que he vuelto, con cierta madurez y mucha más compasión, lo que siento es una pena terrible en mi alma por mi nación. Quisqueya, más que bella, se encuentra en seria crisis existencial. La resistencia del Congreso a incluir las causales, y en días pasados votar para excluir la orientación sexual como motivo de discriminación en el Código Penal nos lleva pa’trás, como el cangrejo. Negados a expandir nuestra mente, los dominicanos seguimos siendo responsables de perpetuar una mentalidad de atraso, incapaces de respetar derechos humanos básicos.
Cuando concebí este espacio, pensé que sería un lugar creativo en el cual compartiría historias personales. Luego, siendo testigo de situaciones como las mencionadas, a menudo me sobrevienen dudas sobre qué decir y cómo hacerlo. Tengo rabia. Mucha rabia. Por un país dominado por una mentalidad ciega, y condicionado por reglas arcaicas que castigan a las mujeres, y discriminan a las personas por algo tan poco relevante políticamente, como la sexualidad. ¿En qué marrrrdito siglo es que estamos en este país? me pregunto. Y sé que no estoy aislada en mi sentir, eso me da esperanza. Veo una generación joven con mucha más tolerancia.
Tal vez por eso las fuerzas invisibles que nos dominan halan la soga, procurando mantener su dominio a costa de nuestra libertad.
Así que en lugar de huir, decido observar, y sobre todo hablarlo, porque probablemente así me sienta menos frustrada. Dicen que de las crisis vienen los cambios. También que son buenas para crear, y ahora que estamos acá metidos hasta el cuello, se me ocurre que a lo mejor se trata de un lento proceso de transformación colectiva. Así que decido escribir de lo que está pasando, carajo, a ver si me encuentro con un coro de voces que respondan y me hagan sentir menos sola.