Crecen la hostilidad y los regímenes de exclusión por todo el mundo. A ratos se hace más difícil soñar en un futuro mejor. Una mañana durante mi última visita a Ciudad México, paseando por Tlatelolco, esta resignación me avasalló sumergiéndome en esa desolación que evocara el poeta bohemio-austríaco Rainer María Rilke en sus famosas elegías de Duino.
Hay frases enigmáticas que se quedan con uno desde la primera vez que son escuchadas o leídas para siempre. El quincuagésimo tercero verso de la primera elegía de Rilke, “el permanecer está en ninguna parte” es una de esas frases. La sensación de desolación es aún más impresionante en su traducción al inglés: there’s no place where we can remain. Solo puedo imaginar lo impactante que debe ser en el original, en alemán: Denn Bleiben ist nirgends. Un susurro de seis sílabas directo al corazón nos recuerda que, por más que nos afanemos en busca de la libertad, el amor o la felicidad, la vida humana es dura en todas partes y que hay muy poco que disfrutar. En boca de uno de sus personajes, Charlotte Brontë expresó el fenómeno de la maldición errante en estos términos: “siempre acontece así la vida. Tan pronto como te has instalado en un agradable lugar de descanso, una voz te llama a levantarte y a seguir adelante porque la hora del reposo ya ha expirado.”
En diversos modos, una visita a Tlatelolco pone en relieve esta triste realidad. Justo al entrar a la Plaza de las Tres Culturas, me entretuve contemplando la coexistencia de las culturas azteca, hispánica y mestiza según lo demuestra el enlace arquitectónico de las construcciones que allí yacen. No hay piedra muda allí. Después de un rato, me invadió la tristeza de la conciencia histórica, el saber que precisamente en este lugar en 1968, bajo las ráfagas de ametralladoras, fueron asesinados un sinnúmero de mujeres y hombres que enfrentaron al estado en el afán por ejercer su ciudadanía a plenitud y exigir justicia social. Como Rilke, creí llegar hasta mí el murmullo de aquellos que murieron demasiado temprano, personas cuyo destino colectivo era dar testimonio de una verdad: estamos jodidos por todas partes.
Asombrosamente para mí aquel día, lo que más me llamó la atención, lo que más me hizo caer en el desamparo total, el signo de exclamación al final del verso de Rilke, fue el cartel de publicidad con la imagen de Jennifer López que colgaba del lado de una alta torre, un prominente caserío de la colonia. Dicho cartel persigue al paseante a cada rincón, prometiendo alegría y mil cosas más.
El cartel con J.Lo interrumpía y condicionaba casi todo en aquel espacio, sacándome del diálogo con los muertos, reinsertándome en la realidad cotidiana y susurrando: “apúrate, sal de allí, salte de ti mismo; entra a un café, un bar, busca a los vivos, métete en una red social, abandona lo que ahora haces, olvida (lo que afirmara Monsiváis) que todo desciende y se incorpora a la tierra, ve a ser feliz, consume algo pronto y todo irá mucho mejor.”
Naturalmente, los grandes crímenes como las masacres propiciadas por el estado nos llenan de horror e indignación y nos proporcionan perspectiva con respecto quiénes ganan y quiénes pierden en las luchas por el poder, quiénes conspiran para que reine el silencio y quiénes son las verdaderas valientes que se interponen al olvido. Indudablemente, el descubrimiento de los grandes crímenes tiene importantes ramificaciones sociales. Pero hay que comprender, sin imitar los virtuosismos malcriados de Žižek, que corremos mucho peligro al enfocarnos solo en la violencia de agentes sociales fácilmente identificables. No menos consecuentes son los pequeños crímenes de la vida cotidiana. Me refiero a esos actos en que precisamente alguien se aprovecha de la invisibilidad de los más vulnerados, en que alguien se beneficia de lo proclive que somos al olvido y de lo fácil que nos seduce el status quo o la indiferencia.
En la burbuja del progresismo neoliberal estadounidense mejor conocida como Williamsburg, Brooklyn, fui testigo de otra escena de desplazamiento físico y despojo espiritual. Una mañana calurosa del pasado agosto, rumbo a la orilla del East River, pude observar como unos fotógrafos y su modelo le arrebataban el sueño profundo a uno de esos seres típicamente invisibles, a un pobre viejo, al cual le permiten dormir al lado de una de las discotecas del barrio. Por cuestión de seguridad, las personas sin techo se turnan para dormir, si están en pareja o en grupo, o, si andan solos, duermen de día. El modelo con su cool atuendo de otoño posaba justo a medio metro de distancia del señor en calzoncillos. Les importaba un bledo el derecho de aquel pobre hombre a descansar, a dormir un rato a la intemperie en un rincón sin que nadie fuera a molestarlo. Más urgente era la tarea de crear el perfecto retrato hípster, el arquetipo de la ironía, la mejor pose cosmopolita. Para calmar la ira de aquel hombre le ofrecieron una pizza, como si ese objeto mágicamente le devolviera la dignidad.
Los que hemos sido maldecidos con visión periférica y el síndrome de los pies inquietos podemos reconocer a estos seres invisibles. Y nuestros radares casi nunca dejan de detectar estos actos de despojo que se cometen en cualquier momento, ya sea en el Quartier Latin de Paris, en Tlatelololco, en Hollywood, en el viejo San Juan, en Santo Domingo, en cualquier rincón de cualquier ciudad. ¿Cómo poder disimular las profundas contradicciones de nuestras sociedades? ¿Cómo afrontar el despojo físico y espiritual?
Bleiben ist nirgends. Por más que nos ocupemos de nuestro trabajo, intentemos encontrar nuestro lugar en el mundo, imaginar el mejor mundo posible, resistir o simplemente retirarnos para poder descansar, tarde o temprano, las mismas corrientes que nos dan vida igual nos desplazan.
Por un lado, está esa maquinaria capitalista tirando y jalando de nosotros a su antojo, como si fuéramos títeres. Por otro lado, está el deseo—ese misterio o ensamblaje bioquímico que nos obliga a la actividad, que nos motoriza o nos lleva al punto del desasosiego creyendo que poco a poco o de repente alcanzaremos un equilibrio o, mejor aún, la saciedad. En aras de producir los objetos, las substancias, las máquinas y los procesos que sostienen la vida, la conspiración del deseo desencadenado y el consumismo imparable se apodera de la voluntad que nos queda y devora nuestras mejores horas, las horas en que estamos más alertas y enérgicos. Mejor que nadie, las oligarquías financieras entienden este fenómeno y con la colaboración de publicistas (los poetas y artistas de tiempos pasados) derivan grandes beneficios de este conocimiento que se ejerce como poder sobre las masas. Medio distraídos o auto-engañados, muchos de nosotros desperdiciamos nuestros días estancados en el aburrimiento o transformando nuestros propios cuerpos en vehículos de publicidad; con cada clic, engrasando las ruedas del comercio, engordando las cuentas bancarias de los emprendedores ricos, gente que casi no duerme.
¿Qué me conduce a estas reflexiones? ¿Mis lecturas de Bauman, de Bifo Berardi, de Byung-Chul Han? ¿Me arrastra el torbellino de la duda o el impulso del rebelde criticón? como preguntaría Alfonso Reyes. Posiblemente sea una mezcla de estas actividades y condiciones pero una cosa debe quedar clara. Este ensayo no trata de invalidar la trascendental misión de los queridos compañeros que mantienen vivo el sueño de Prometeo. Después de todo, me encontraba en México gracias al gesto generoso del brillante utopista mexicano Rafael Mondragón, quien me invitó y me acogió en su tierra para dialogar con sus colegas, compañeras y alumnos.
Igual, es imprescindible distinguir entre los utopistas que trabajan asiduamente en la construcción del mejor mundo posible y los oportunistas que a ratos izan la bandera de la solidaridad en sus muros mientras detrás se dedican a inflar su índice de capital (simbólico), al tráfico de influencias y a cultivar la ilusión del éxito mediante el figureo, como decimos por estos mares. Celebro y aplaudo a todos los utopistas que avanzan la causa del amor como fuerza revolucionaria. Con mayor motivo, los animo a considerar el acto de rebeldía de los caminantes anónimos. Los animo a caminar juntos de vez en cuando, a explorar la igualmente revolucionaria práctica del incesante andar para contar a los seres invisibles, para intercambiar gestos de solidaridad por el camino, a la luz del sol o en el espacio infinito de la noche.
Entonces ¿cómo afrontar el terror de no poder permanecer? Creo que ante esta cuestión, todos los poetas al aire libre se pusieron de acuerdo: walking around. ¡Caminando! Caminar no para hacer ejercicio sino, como testificarían Thoureau y Rilke: para incorporar la energía de los días soleados, para enfrentar la tristeza de las noches más oscuras, para perderse y entonces conocer a los ángeles terrenales y de ellos aprender cómo ayudar al forastero sin hacerse tardar, sin especular, sin tanto miedo a futuros riesgos, y, más que nada, para convertirnos en sans terre quienes precisamente porque carecen de tierra y de hogar igual se sienten como en casa en todas partes.